CAPÍTULO VEINTIUNO: Bestia sin redención

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ANÓNIMO.

Me encontraba fuera de la oficina que el Sr. Cass había establecido en el orfanato, un espacio que simbolizaba su compromiso con los niños y su deseo de estar cerca de ellos, en un lugar donde la esperanza parecía escasa. La madre superiora había aceptado a regañadientes esta presencia, solo porque no tenía otra opción.

—¿Qué te trae aquí afuera? —preguntó el Sr. Cass, su voz cálida y amable.

—Solo quiero hablar —respondí, sintiendo una mezcla de nerviosismo y esperanza, con la sensación de que estaba a punto de cruzar un umbral.

—Excelente —dijo, una sonrisa en su rostro—. Yo también tengo ganas de hablar contigo.

Me hizo una seña para que pasara, su gesto invitando a la confianza y la sinceridad, algo que mi madre nunca me había ofrecido, un vacío que había dejado una cicatriz profunda. Al entrar, me sorprendió el orden impecable que reinaba en la habitación. Rafael me indicó con un gesto que me sentara en un pequeño sillón de cuero, y luego se puso unas gafas de lectura que le daban un aire de intelectual.

Esperé en silencio a que comenzara la sesión, pero el doctor Cass se mantuvo callado, observándome con una mirada atenta y comprensiva. Tal vez así no es cómo funciona, pensé, y decidí tomar la iniciativa de una vez.

—Llegó un niño nuevo —dije, mientras me sentaba en el sillón, intentando encontrar una posición cómoda.

El doctor Cass asintió lentamente, su mirada atenta fija en mí.

—Lo sé —dijo con una voz calmada—. ¿Cómo te hace sentir eso?

—No sé —me encogí de hombros, evitando su mirada.

—¿Seguro? —insistió el doctor Cass, una sonrisa leve en su rostro—. ¿No te genera nada de curiosidad? Por algo lo sacaste a relucir.

Me quedé en silencio, buscando en mi mente algo que decir, pero no se me venía nada.

El doctor Cass escribió algo en su libreta, luego me miró, esperando una respuesta.

—No sabe dónde se ha metido —dije finalmente.

—¿Quién? —preguntó, su ceja izquierda arqueada.

—El niño.

—¿No sabes su nombre? —inquirió, ladeando su cabeza.

Negué con la cabeza.

—Es el de un Arcángel —respondió el doctor Cass, su voz baja y misteriosa.

Levanté mis cejas, sorprendido.

—¿Es un nombre religioso? —pregunté, intrigado.

—Sí, proviene de la tradición judeocristiana —explicó—. Es el Arcángel de la sabiduría y la revelación.

Asentí lentamente, procesando la información de manera lenta y deliberada, como si mi mente estuviera absorbiendo cada palabra. Aunque solo tenía ocho años, mi experiencia me había enseñado a pensar de manera diferente, más madura. Después de todo lo que me había pasado, ya no era un niño normal.

El día siguiente fue agónico. Intenté entablar conversación con él, pero fue inútil. Era un niño callado y distante, como si llevara un mundo entero de secretos escondidos detrás de sus ojos. Me recordaba a mí mismo, pero al menos yo respondía cuando me hablaban. Él, por otro lado, parecía estar en un universo paralelo, inaccesible.

—¿Qué haces? —La voz de mi madre tronó en el silencio, haciendo que mi cuerpo se estremeciera de miedo.

—Nada... —tartamudeé, intentando fingir calma—. Solo quería hablar con él...

Prisionera del DiabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora