Capítulo 28: Agonía

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Aún después del almuerzo, tengo el corazón acelerado por la charla con Ernest. Jamás creí que pudiera tener los cojones para hablarme así como si él fuera el ofendido, como si yo hubiese sido la que mintió todo este tiempo, la que le vendió sueños y pajaritos en el aire a una desconocida en Canadá.

Y él viene con sus palabras, baratas con su sentimentalismo, haciéndome creer que en verdad le importo, que está preocupado por mí, que le duele lo que me suceda, pero es pura mentira. Ya no voy a creer. En ninguna de sus absurdas palabras.

Por mí, puedo ir al infierno y a su familia se la puede llevar el demonio.

Aunque Timotheo me escribió en la mañana para vernos y almorzar, le dije que no quería volver a hablarle en toda mi vida y voy a sostener esto hasta que me sienta capaz de perdonarlo, porque a la larga, esa rabia y ese odio solo le hace mal al corazón. Y ahora tengo que preocuparme por el bebé que llevo en mi vientre.

Lo único que quiero y espero es que Timotheo no suelte la boca y le cuente a ver qué el bebé que espero es suyo.

Aún no sé por qué no lo ha hecho porque estoy segura de que de Ernest sabe que estoy embarazada, si lo supiera, me habría venido con cuentos baratos sobre el no poder hacerse cargo por su relación con Priscila, sobre tener que criarlo sola o sobre un supuesto secreto apoyo que jamás llegará. Es lo que hacen los ricos, mantienen todo bajo perfil.

Mi padre se largó, dejando a mi madre con 3 hijas y la única ayuda era la de mi abuela.

Siempre creí que mi padre apoyaría a mi madre una vez que se fuera de niña siempre lo veía discutir con ella, quejarse por todo, decidí que él pudo haber tenido una mejor vida. Mi madre se quedó allí aún yo notando su dolor, con apenas 6 años.

Estoy segura de que aguantó todo lo que pudo por nosotras y de no haber sido porque él fue el que se largó. Mi madre aún estaría con ella.

Gert Román nos hizo un favor a todas largándose.

Después de tomar dos litros de agua, termino en el baño y me echo un poco de agua del lavabo en el rostro. Estoy terriblemente cansada, he dormido poco estos días, la idea de ser madre soltera me aterra, pero tener a mi madre y hermanas como soporte me alivia un tantito.

Cuando regreso de mis cinco minutos de descanso, donde puedo dejar de tener la cara de asistente eficiente, de mujer capaz y realizada que nadie puede hacerle daño, me dirijo a mi escritorio volviendo a colocar la sonrisa tonta y repleta de hipocresía.

Me molesta en lo que me estoy convirtiendo. Es agotador ser algo que no eres solo para sobrevivir junto a la basura.

Poco a poco, voy adaptándome al sistema de estar aquí, en una oficina de nueve a cinco de la tarde. Es un horario normal, el típico de oficina y aunque Ernest especificó en el contrato, según comunicó la encargada de recursos humanos, que su asistente debía de tener el horario flexible en caso de tener que viajar con el a reuniones fuera de la ciudad.

Estoy segura de que jamás iría con él en ningún viaje. Si acaso estoy tolerando soportarle un par de horas en la oficina.

Mientras me acerco al escritorio, notó que Priscila está allí con un paquete de papeles en sus manos. A medida que me voy acercando, ella me sonríe, llena de hipocresía y altanería.

—Por fin apareces por un momento, creí que Ernesto había despedido finalmente.

Dos pueden jugar este juego.

—Buenos días, señorita Priscila, ¿en qué le puedo ayudar? —Típica frase molesta que siempre me ha incomodado cuando llamo a una de las telefónicas con su voz tan hipócrita y vacía. —Creo que el señor Ernest está en su oficina, ¿ya pasó por allí? —le pregunto mientras tomo asiento detrás del escritorio y me coloco un mechón de cabello detrás de la oreja.

Un hijo para mi jefe - SERIE JEFES ENAMORADOS libro 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora