Sargento Correa

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I

Los mensajes algo subliminales de Federico García nunca antes había dado luz verde a la imaginación. Sus padres lo ignoraban hasta tal punto que no se acordaban que tenían hijos nacidos; a decir verdad era hijo único, el único hijo que había nacido de una relación tan desgraciada.

La entrada del hospital es como una puerta hacia un mundo desconocido. Los pacientes se pasean alrededor, llevados en sillas de ruedas o ayudados por familiares o amigos.

El suelo es de una baldosa pulida gris, y una iluminación fría y fluorescente hace que parezca más lúgubre. El murmullo de las conversaciones es sofocado por el ruido constante de las botas de los doctores y enfermeras. Las órdenes médicas se cruzan con preguntas desesperadas de familiares.
Los movimientos entre el pasillo y las habitaciones de los pacientes son constantes, pero a través de la puerta del hospital se puede oír el sonido del tráfico de la ciudad.

—Ayúdenme, por favor. Federico está enfermo y necesita atención médica — dice Florencia a una mujer con uniforme de enfermera.

La enfermera la mira por un momento, su rostro no muestra ninguna expresión.

—Lo siento, pero no puedo decirle nada sin hablar con un familiar.

Y se retira rápidamente, su caminar era rápido, y pareciera que sus pies no tocaban el suelo.

Florencia mira alrededor, desorientada y asustada, sin saber qué hacer. Ella no sabe cómo contactar a los padres de Federico, y sabe que él no podría hacerlo. ¿Debía haber averiguado más de ellos?

Sus ojos están empezando a empañarse y sus oídos zumban.

No le quedaba otro remedio que correr detrás de la enfermera, a veces uno tiene que tomar decisiones sin pensarlo dos veces. Las personas cuando trabajan horas y horas sin descanso a veces dicen cosas que pueden herir al interlocutor; todos tienen sentimientos, todos tienen algún familiar querido que pudiera tarde o temprano estar en los zapatos de Federico... Piensen en eso queridos doctores y enfermeras, cuando le nieguen la atención médica algún pobre saboyano.

“No hay rosas sin espinas” reza una frase muy célebre, la pobre Florencia, sin saber lo que era tener un ramo de rosas en sus manos, ya empezaba a sentirse herida por las malvadas espinas. Las personas que no son de oriente no lo van a comprender, solo van a menear la cabeza, acurrucar su cuerpo pesado frente una enorme revista y contemplar el ambiente con aire desesperado ante la incómoda situación.

—Por favor, necesito ayuda — replica Florencia, agarrando la mano de la enfermera. — Él es mi novio. No sé qué hacer.

La enfermera parece ablandarse y asiente con la cabeza.

—Está bien. Ven conmigo, vamos a buscar una habitación para que lo vean.

Florencia empieza a sentir un poco más de esperanza.

Los camilleros llevan a Federico a una habitación de emergencias. Él está frío y su piel tiene un tono grisáceo. Un grupo de enfermeros y doctores lo ponen sobre una camilla, y comienzan a atenderlo. Florencia mira mientras le ponen una bolsa de solución salina, sacan su presión y le ponen un respirador.

—¿Va a estar bien?, — pregunta ella.

Nadie responde.

—¡¿Va a estar bien?! — reitera con más fuerza.

Lo único que ganó fue que la sacaran de la habitación.

Solo quería echarse a llorar.

II

“Me maravilla sentirme Feliz”, entre asteriscos muy elegantes estaba encerrado el título de un gordinflón libro que estaba en un estante de la sala de espera. Nadie se atrevía a leerlo, preferían reemplazarlo por revistas de moda o muchas Vanidades y Vogue; había una que otra revista Cosmopolitan y a la vista larga podíamos encontrar alguna novela clásica como Hamlet de William Shakespeare, La Ilíada de Homero o Doña Bárbara de Rómulo Gallegos. Pero de nada servía, Florencia no quería leer nada.

Ya se había comido todas las uñas de su mano izquierda, su ansiedad crecía a mil así como su presión arterial; a los pocos minutos llegaron los padres del infortunado, Florencia le dió los pormenores y ellos corriendo fueron a recepción. No había que ser adivino ni algún médium para ver qué entre dientes renegaban de alguna malcriadez pasada de Federico, y la célebre frase que dicen los ignorantes e idiotas.

Por un momento, ni siquiera prestaron atención en la pequeña Florencia, solo recibieron la información y se movieron a paso cansado a averiguar más del evento ocurrido.

—¿Por qué no se pudo haber enfermado otro día? Hoy tenía una junta muy importante en el trabajo, si aún estuviera allá me hubieran ascendido y mi sueldo hubiera aumentado.

En ese momento de meditación exhaustiva un anciano señor apareció en escena, tenía un viejo uniforme militar de tela gabardina, en la parte anterior del poulover verde oscuro habían muchas medallas de distintos tamaños, usaba corbata negra, zapatos enormes, correa de cuero de ganado, guantes enormes con semejanza a los de Mickey mouse y sus trenzas estaban sabiamente anudadas. Tenía un mentón prominente, ojos saltones y hundidos, cejas alborotadas, bigotes grisáceo y hoyuelos.

Pareciera un actor que personifica grotescamente al Mago de Oz en alguna puesta de escena colombiana. Sería el teatro más exitoso de la temporada.

—¿Qué haces tan sola aquí, Mi niña? — interrogó el viejecito adorable.

La chica no respondió, sus padres le habían enseñado a no hablar nunca con extraños.

—No soy un extraño — insistió el ancianito como si leyera la mente de la pequeña — solo quiero ayudarte, y creo que necesitas una sonrisa. Las rosas marchitas no son tan bonitas ¿No es así?

Florencia asintió, el envejecido militar le recordaba a su abuelo fallecido. Tenía cierto aire juguetón y a pesar de su sonrisa sin dientes, se veía confiable.

—¿Cómo se llama usted?

—Sangento Correa, para servirle — y se quitó el sombrero en señal de referencia.

La chica pasó mucho tiempo con el viejecito vestido de militar retirado. Le sacó millones de sonrisas con sus trucos de magia y globos con formas de animales; hablaron tendidamente como dos viejos amigos que tenían tiempo sin verse. La noción del tiempo se había ido de vacaciones y por unos momentos la muchacha había sacado de su mente a Federico García, el feo, remilgado, ocioso y moribundo chico que no le correspondía.

Los padres de Federico aparecieron horas más tarde, cuando Florencia ya se había quedado dormida sobre un incómodo sillón en el pasillo del hospital.

Su madre parece agotada y cansada, con ojeras profundas y una expresión resignada. Lleva un suéter raído y zapatos gastados.

Parecía que hubieran envejecido 20 años.

Su padre tiene la cabeza rapada, manos grandes y un cuerpo fuerte. Su rostro tiene varios días de barba crecida, y tiene el uniforme de trabajo del día anterior.

Ellos miran a Florencia, preguntándose quién es ella, y como llegó con Federico a ese lugar.

Florencia busca con la vista al Sargento Correa. Le había dicho que ayudara a Federico y se había escondido apenas llegaron los inconformes adultos. ¿Había simplemente ido en su búsqueda y había fracasado? ¿O era algo más siniestro?

Florencia da un paso hacia adelante para hablar con los padres de Federico, Pero ninguna palabra sale de sus labios.

Rosas Rojas, Mi Alma EnteraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora