14. Coco, no Niccolò

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Montecarlo, Mónaco

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Montecarlo, Mónaco.

El agua sumamente caliente de la ducha que tomé aquella noche en la madrugada pudo contrarrestar el frío que sufrí, más no el resfriado que ─como ya lo veía venir─ me produjo bailar en la lluvia.

Una semana había pasado desde ese encuentro luego de ver la Ópera de Montecarlo con Beau, a quien, por cierto, no veía desde esa fecha. En este tiempo, lamentablemente, tampoco he podido volver a ver a Charles, debido a que se encuentra entrenando arduamente para el Gran Premio de Miami que se disputará el próximo domingo. Sin embargo, nos hemos mandado una infinidad de mensajes y hemos hecho un par de videollamadas para, según él, que yo no lo extrañe.

Si supiera que lo extraño desde el momento en que me devolvió a casa...

Estaba recostada en la cama, cubierta hasta el cuello, y a mi lado se encontraba una conocida pulguita extendida en la parte más grande de la cama, pues de noche me pateó y me regaló tan solo una mínima orilla del colchón. Sus ojos permanecían aún cerrados porque los días sábados lo dejaba dormir hasta las diez y media de la mañana. Esa hora estimada ya se había pasado, pero no tenía un corazón tan oscuro y cruel como para despertar a aquel angelito.

Me levanté sin hacer ruido y salí de la habitación para preparar el desayuno, sin siquiera pasar por el baño. Un par de tostadas con mermelada de ciruela acompañados por un café negro fueron mi comida, mientras que la de Fausto fue una leche chocolatada ─en su taza de plástico de Snoopy─ y unos pequeños panqueques de banana. La cocina no se me daba muy bien, pero las comidas fáciles me salvaban la vida.

Volví a la habitación haciendo malabares para mantener paralela al suelo la bandeja de metal que había escogido. Las escaleras se tornaron una tortura; y abrir la puerta, aún más. El niño continuaba en los brazos del dios del ensueño, y me dio una fuerte lástima cuando lo desperté moviendo suavemente su hombro izquierdo.

──Faus, amor. Es hora de despertar... mami hizo panqueques de banana... ──solo bastó con pronunciar esas últimas palabras para que los grandes globos verdes se dejaran ver entre los párpados y apareciera una sonrisa mimosa de escasos dientes en su rostro.

El italiano menor se enderezó a duras penas en el respaldo de la cama y extendió sus brazos para recibir la comida, sin siquiera saludarme. Entrecerré mis ojos e hice un puchero, escondiendo el plato detrás de mi espalda y dejando la taza sobre el buró contrario.

──Solo comerá quien salude a su madre con un beso aquí ──señalé mi mejilla.

Fausto cruzó sus bracitos y frunció su entrecejo, pero su enfado fingido no duró demasiado al notar que yo no daría el brazo a torcer. Separó sus extremidades y se acomodó nuevamente en la cama, permitiendo así a su cuerpo poder estirarse en mi dirección. Luego, en mi mejilla cayó un delicado beso acompañado por un "muak".

Tu sei Saetta McQueen? | Charles LeclercDonde viven las historias. Descúbrelo ahora