02. Ojos avellana

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Montecarlo, Mónaco.

Esta mañana no hubo una excepción, no fue la alarma ni el timbre de la entrada lo que me hizo despertar, sino un autito de juguete que deambulaba por lo largo de mi espalda de ida y de vuelta.

Mi pulguita no podía dormir más.

──Vamos, amor. Duérmete otros quince minutos más, al menos. Son solo las cinco de la mañana... ──rogué luego de mirar la hora en el reloj despertador, al mismo tiempo que cubría mi rostro con la manta──. Ven ──palmeé el colchón con nulas esperanzas de que me hiciera caso.

──Mamita, ¡hoy es mi primer día! ──expresó mi hijo tirándose encima mío. Allí entendí la razón por la cual madrugó. Fausto adora dormir hasta el mediodía, aunque nunca lo dejo.

Como no tendría jamás ─lamentablemente─ esos quince minutos de más, me levanté perezosamente.

A las seis de la mañana estábamos listos. Fausto, vestido con un jersey verde, un pantalón holgado color crema y zapatillas blancas; y yo, los mismo que mi hijo, pero más femenino.

──¿Vamos al parque? ──preguntó él, haciendo ojitos dulces y colocando a Ran-Ran en su mejilla.

No podría estar más enamorada de Faus de lo que estoy ahora. Es amor en su máxima expresión.

──Está bien.

El parque no estaba muy lejos de casa, y como nuestro auto todavía no llegaba a Mónaco, decidimos ir a pie. Total, serían solo cinco minutos.

Anteriormente solo lo había visto por Internet, porque quería saber dónde están los lugares que concurriríamos en nuestra estadía. Era fantástico. Había tres áreas principales: una que estaba llena de juegos para niños, una que tenía libre ingreso para perros, y otra destinada al deporte cotidiano. En esta última había dos chicos, lo que me resultó curioso, pues apenas pasaban de las seis y nadie parecía querer despertarse aún.

──Amor, quédate a jugar en una zona dónde pueda verte, y no te alejes mucho ──advertí. Él simplemente asintió y corrió hasta el tobogán, el cual escaló despacio.

Me senté en una banca frente a los juegos. Busqué en mi celular dónde ir de compras, ya que había comprado comida básica para el viaje, pero no podíamos sobrevivir solo con eso, mucho menos teniendo un niño que necesita vitaminas para crecer.

──¡Chiara! ──escuché mi nombre detrás mío. Era obvio quien era, la única persona que conozco en todo Montecarlo.

──Hola Gine, ¡ya voy! ──grité a la vez que revisaba donde estaba Fausto y guardaba mi celular en la cartera antes de levantarme y dirigirme hasta la salida del parque, a muy pocos metros del área infantil.

Al acercarme a la puerta, noté que los dos chicos que habían estado haciendo gimnasia también salían. El más bajo abrió la puerta de hierro y pasó. En cambio, el chico más alto, luego de haber notado mi presencia, se quedó estático sosteniendo la puerta para que yo pasara.

──Gracias ──agradecí con una sonrisa espontánea.

──No hay de qué... ──respondió una vez hubo salido del recinto. Más tarde, y sin despegarme la mirada, se fue con su amigo.

No pude ver bien su rostro. Estaba sudado y despeinado, con algunos mechones de su cabello pegados en su frente. Sus ojos, los cuales analicé, me habían encantado, aunque no pude descifrar su color.

Caminé hasta el lugar donde mi amiga se encontraba. Me esperaba con una sonrisa pícara y los brazos cruzados.

──Me has impresionado, sinceramente ──dijo Gine riéndose, subiendo y bajando sus cejas.

Tu sei Saetta McQueen? | Charles LeclercDonde viven las historias. Descúbrelo ahora