10. Furia

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El ambiente es sobrecogedor, una mezcla de tristeza y sorpresa envuelve el lugar, la tensión podría cortarse con un cuchillo. Aeron se mantiene encogido en su silla, sus manos aferrándose a la madera de la mesa frente a él como si fuera lo único que le queda, con tanto rigor que en sus nudillos una palidez atípica se concentra, sus dientes se mantienen apretados, en una mueca tensa. Inhala profundamente, buscando mantener la calma, ocultar las lágrimas. Y es que se siente desamparado, perdido ahora que se encuentra solo por completo. Nana, su querida Nana, ya no está con él, y jamás volverá. Pero no debe llorarla, no aquí delante de toda su familia, un hombre no llora, mucho menos un temible y honorable caballero.

-Mañana se le hará un funeral digno, público, bajo la fé de los Siete.

Asiente de forma lenta, casi imperceptible, rezando a sus dioses por misericordia en el más allá para aquella dulce anciana que nunca hizo nada malo. Aunque no sabe de qué servirá orar, al parecer la fé jamás está de su lado, pese a que él siempre la mantiene. Parece que sus dioses lo odien, y hayan decidido entregar toda la soledad y pesadumbre posible a él. Su abuela es la única persona que le quedaba, la única que se esforzó por crear una conversación con él, por comprenderle. ¿Y ahora? se acabaron los paseos por los alrededores del castillo, las eternas conversaciones sobre cualquier cosa, nadie entrará en sus aposentos sin avisar, ya nadie le dirá que le ama, que no hay nada malo en él, que no tiene porqué avergonzarse de lo que es...

Ahora está atrapado en Seto de Piedra con unos hombres que jamás se han preocupado por él, que siempre lo han visto como un saco de boxeo, algo sobre el que pueden escupir todo su veneno, o un simple peón del que podrán deshacerse pronto. Nadie lo ve como una persona, ninguno de ellos parecen comprender que apenas tiene dieciséis años y la presión lo corroe, que se siente solo y deprimido. Todos prefieren hacer oídos sordos a sus quejas y ojos ciegos ante su palpable estado de ánimo. A nadie le interesa lo que pase por la mente de ese tonto Aeron.

Escucha pasos, mientras sus ojos se mantienen fijos en la madera pura en la mesa, sabe que todos se van, cada uno a hacer sus propias cosas y fingir que nada ha ocurrido, como siempre. Y Aeron, no queriendo ser la excepción, se levanta de forma perezosa, caminando con la cabeza gacha, arrastrando los pies. Y sólo una vez ha sobrepasado la puerta y es capaz de dejar de sentir el peso de las miradas de la servidumbre sobre él,  se permite llorar.

[...]

Cuando su madre falleció, nueve años atrás, pensó que jamás sería capaz de sentir tanto dolor de nuevo, aunque puede que esa haya sido una percepción ingenua creada por un niño de siete años que nunca había experimentado el sufrimiento hasta ese instante. Sí, solía llorar cuando sus primos le pegaban y lo insultaban, cuando su padre le gritaba o debían sacrificar a algún animal del ganado, pero eso no se comparaba con nada que hubiera sentido antes.

Aún puede ver su propio reflejo, encerrado a través del tiempo en su espejo. Puede reconocer el semblante triste, los ojos brillantes pese a todo, con un destello de inocencia continúo en ellos, su cabello aún corto, el cual era cepillado delicadamente por las manos suaves y cálidas de su abuela, quien había insistido en ser ella quien lo preparara para el funeral. Recuerda las caricias que ella entregó sobre su hombro, buscando consolar a su pequeño nieto.

«No te preocupes, mi niño, tu madre está en un buen lugar, los Siete la protegerán. Una vez acabado el funeral, podemos rezar y poner una vela por ella si lo deseas.»

Sonríe entre lágrimas al recordar el momento, y decide que lo más justo sería rezar por Nana también. Se lo merece más que nadie.

Enredador | Davron Donde viven las historias. Descúbrelo ahora