50 | No puedo decir adios

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Mía

Las manos me temblaban, estaba de pie frente a la puerta blanca, tan blanca como la nieve en invierno. Mi madre me acompañaba pero no tan cerca, tampoco muy lejos,  ya era muy tarde. Moví mi mano derecha hacia la manilla, yo no quería entrar pero al mismo tiempo no quería estar afuera, no quería estar lejos de él.

Puse un pie frente al otro y después pasé, la habitación me pareció de pronto horrible, las paredes blancas y sin cuadros no tenían nada que ver con su hogar, lleno de vida, de amor. Me dieron arcadas de pensar que a él no le gustaría estar ahí, no hoy.

No había más nada que un par de maquinas, un sillón y su cama en donde reposaba plácidamente, pero su pecho no subía ni bajaba. No respiraba.

Mi mamá me espero afuera mientras yo estaba dentro, solo tenía pocos minutos o eso había dicho el médico. Al parecer no era la única que quería verlo, pero ya lo sabía, si todos lo querían más que a nadie.

Lloré con fuerza cuando me acerqué a él, no quería aceptarlo, no podía decir adiós. No le había contado que me habían aceptado en la universidad, tampoco se lo había dicho a nadie, él tenía que ser el primero en enterarse, solo él.

— Me iré pronto —le dije.
El ya sabía cuándo y sabía hacia donde.

Tomé su mano, estaba fría, subí la sábana que lo cubría hasta llegar a la altura de su cuello, él ya no sentía el frío que se calaba por su piel pero yo sí.

Sus zapatos estaban en una esquina de la habitación, listos para ser usados como él me decía, siempre le había criticado los mocasines, pero ahora no pude amarlos más.

Llevaba una bata de color azul claro, como el cielo, como sus ojos. Me hubiera gustado que pudiera abrirlos y mirarme una vez más.

Recordé todas las tardes juntos, todos los libros leídos y todos los consejos que me había dado. Ese hombre postrado en esa cama, con el que yo no tenía parentesco sanguíneo, era mi familia, lo amaba mas que a mi misma y ahora no estaba.

No entendí el momento en el que su alma se dejó ir, los médicos intentaron explicármelo de una manera simple, su corazón había dejado de funcionar, pero el corazón de alguien que ama jamás deja de funcionar y por eso no les creí.
Apreté más su mano porque quizá eso lo despertaría y me regañaría por no haberme peinado ese día, o por llevar la misma ropa de ayer, pero no quería hacer absolutamente más nada que pasar algunos minutos más a su lado. Si me quedaba aquí él no se iría.
No como ella.

En su mano descansaba el anillo de matrimonio que mantenía junto a Eva. Ahora estaban juntos y yo me había quedado sola.

Memorice su rostro, en donde quedaba cada arruga y cada peca, sus pestañas largas y su cabello canoso, antes era negro como la noche, yo lo recordaba.

La máquina a su lado estaba apagada, desde ayer estaba apagada, pero no tenía el valor, no para entonces.

— Gracias —susurré—, por ser mi compañero, mi amigo y sobretodo mi familia.

Desee que me hubiera escuchado, donde sea que estuviera, así como él decía que si le hablaba a Eva ella también podría escucharme.

Las lágrimas corrían todavía por mi rostro, mis ojos estaban hinchados, vi con pesadez su cuerpo acostado sobre las sábanas blancas estiradas como si el no estuviera encima.
Se veía igual que hace dos días cuando aún estábamos en la biblioteca juntos, sabía que ahora no podría entrar a ese lugar, no sin él.

Mi mano sostenía la suya, no me creí capaz de poder soltarlo, solo esperé a su lado. Esperé de pie observándolo.

Max había muerto.
Ayer a las dos de la tarde su corazón había dejado de latir, sus pulmones habían dejado de respirar. Amalia había llamado una ambulancia, cuando llegaron los paramédicos ya estaba muerto, lo encontraron recostado en su cama apretando fuertemente una bufanda. Conocía esa bufanda, era mi favorita.
Eva la usaba todas las tardes aunque hiciera calor.

El no tenía miedo, no le dolió irse o eso creí, porque nada había dolido tanto como me dolía a mi que él no estuviera. 

Más allá del veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora