El escudo de Max
Año: 2005-2006El silencio de la casa Verstappen pesaba como una losa en el aire, solo roto por el ocasional crujido de la madera o el sonido distante de algún coche en la lejanía. En el corazón de ese silencio, Sophie se movía con cuidado, vigilando que su hermano menor, Max, estuviera a salvo. A sus seis años, Sophie ya entendía que la vida bajo el mismo techo que su padre no era normal, ni mucho menos justa. Pero desde que tenía uso de razón, se había convencido de una sola cosa: si alguien iba a recibir el peso de la brutalidad de su padre, sería ella, no Max.
Max tenía que ser libre.
Era una promesa que se había hecho en silencio muchas noches, mientras escuchaba los gritos de Johannes, su padre, rebotar por las paredes de la casa. En esos momentos, se aferraba a su determinación. Era la mayor, y como tal, se había convertido en el escudo de su hermano. No importaba cuán dura fuera la vida con Johannes, mientras Sophie pudiera soportar el dolor, Max no tendría que hacerlo.
Esa tarde, mientras practicaban en la pista improvisada que su padre había instalado detrás de la casa, el ambiente era tenso. Johannes observaba desde el borde, con los brazos cruzados y la mirada fija en cada movimiento que Sophie hacía con el kart.
—No frenes en la curva, Sophie —rugió su padre desde la barrera, sus ojos llenos de esa furia habitual—. ¡Acelera!
Sophie apenas tenía once años, pero su cuerpo ya conocía el dolor del cansancio extremo. Las manos le temblaban por el esfuerzo, y el sudor caía por su frente mientras trataba de mantener el control. No podía fallar, no si quería evitar la tormenta que seguiría.
Pero en un segundo de duda, el kart derrapó en la curva y perdió velocidad. Johannes golpeó la barrera con fuerza, su frustración evidente.
—¡Eres un desastre! —gritó, caminando hacia ella cuando detuvo el kart—. ¡Así nunca llegarás a nada!
Antes de que pudiera defenderse o disculparse, Sophie sintió el tirón de su brazo cuando su padre la sacó del kart con brusquedad. Johannes la sostuvo por el hombro con tanta fuerza que Sophie tuvo que contener un gemido.
—¿Es que no entiendes nada de lo que te digo? —vociferó, agitando su mano libre en el aire—. ¡Siempre te lo tengo que repetir todo!
Max, que estaba observando a lo lejos, dio un paso hacia adelante, alarmado.
—Papá, fue solo un error —intervino Max, su voz sonaba pequeña comparada con los gritos de Johannes—. Sophie lo hizo bien... solo fue una mala curva.
Sophie sintió un nudo formarse en su estómago al ver a su hermano acercarse. No, Max, quédate donde estás, pensó, pero no pudo detenerlo.
Johannes giró la cabeza hacia Max, y sus ojos se estrecharon. El ambiente cambió de inmediato.
—¿Qué dijiste, Max? —preguntó Johannes, acercándose a él con pasos largos y amenazantes—. ¿Ahora eres tú el que me va a decir cómo entrenar a tu hermana?
Max retrocedió, consciente de su error. Pero Sophie no iba a permitir que las cosas se descontrolaran más.
—Fue mi culpa, papá —dijo rápidamente, colocándose entre Max y Johannes—. No entrené lo suficiente. Te prometo que mejoraré, pero no fue culpa de Max. Él solo quería ayudar.
Johannes la miró durante un largo segundo, como si estuviera evaluando si sus palabras eran dignas de atención o no. Finalmente, soltó un bufido y dio un paso atrás.
—Siempre excusas, Sophie —murmuró con desdén—. Es mejor que te vayas acostumbrando a no depender de nadie. La debilidad no tiene cabida en este mundo. Y tú —miró a Max con frialdad—, deja de defenderla. Algún día te darás cuenta de que no puedes confiar en nadie, ni siquiera en tu propia familia.
El corazón de Sophie se apretó ante esas palabras. Pero no dijo nada. Esperó hasta que su padre se alejó, y solo entonces se permitió respirar.
—Gracias por intentar defenderme —le dijo a Max cuando quedaron solos—, pero no tienes que hacer eso. Yo puedo manejarlo.
—No quiero que lo manejes sola, Sophie —respondió Max, su voz apenas un susurro—. Él no debería tratarte así.
Sophie sonrió, aunque sabía que no era una sonrisa auténtica.
—No te preocupes por mí. Soy fuerte. Puedo soportarlo. Pero necesito que tú estés bien. No quiero que él te haga daño.
Max la miró con esos ojos grandes, llenos de una mezcla de admiración y tristeza. Sophie sabía que su hermano entendía, a su manera, el sacrificio que ella estaba haciendo por él. Y eso la partía en dos. Pero también sabía que no había otra opción. Johannes era como una tormenta, imparable, destructivo, y Sophie prefería que toda esa furia cayera sobre ella antes que sobre Max.
Con el paso del tiempo, el entrenamiento solo se intensificó. Sophie se había convertido en una piloto feroz, su habilidad para soportar el dolor y la presión eran inigualables. Johannes, en su retorcida visión del éxito, la alababa por su resistencia, aunque nunca por sus sentimientos.
—Eres como un muro, Sophie —le decía mientras repasaban las estadísticas de sus carreras—. Inquebrantable. Es por eso que siempre ganarás. Y recuerda, no confíes en nadie. Ni siquiera en Max. Eventualmente, todos te traicionarán.
Sophie no decía nada. Sabía que nunca podría convencer a su padre de lo contrario. Su trabajo no era cambiar la mentalidad de Johannes, sino asegurarse de que Max nunca fuera como él. Cada victoria, cada golpe que recibía en su lugar, era para proteger a su hermano.
Pero aunque se esforzaba por mantenerse firme, en su interior, Sophie sentía la carga de ser el escudo de Max. Lo amaba más que a nada en el mundo, pero con ese amor también venía una responsabilidad abrumadora. Había renunciado a su infancia por él, se había convertido en la hija perfecta, en la piloto perfecta, para que él pudiera vivir sin el miedo que ella había conocido.
Esa noche, después de otro día agotador de entrenamiento, Sophie se sentó en el borde de su cama, mirando por la ventana. Max entró en la habitación y se sentó a su lado en silencio.
—Sophie —dijo en voz baja, después de un largo rato—, no tienes que ser fuerte todo el tiempo.
Ella sonrió, pero sus ojos estaban llenos de tristeza.
—Sí, Max, sí tengo que serlo. Por ti. Siempre por ti.
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Who's Afraid of Little Old Me? ▬▬ Checo Pérez
Fiksi PenggemarPorque, al final del día, una joya no necesita permiso para brillar. Simplemente lo hace.