capítulo 9

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Una vez afuera, Prilla se encontró con decenas de hadas esperándola, de pie sobre las ramas o revoloteando por ahí. Había corrido la voz de que la nueva hada no sabía cuál era su talento. De pronto, alguien preguntó:
—¿Crees que te gustaría esquilar orugas?

Y otra persona gritó:
—¿No te parece divertido secar hongos comestibles?

Prilla reconoció a Terence, el de los polvillos de estrella, que estaba al frente de la multitud, y le pareció reconocer a otra hada, quizá de la sala de té o de la cocina.

Otra hada aventuró:
—¿No te fascinaría lavar alas?
Y otra más:
—¿Qué tal te parecería tejer briznas de hierba?

Y de pronto empezaron a gritar todas al mismo tiempo:
—¿Cernir arena?

—¿Sisear como grillos?

—¿Clasificar cortezas de árbol?
Prilla se recostó contra la puerta de Campanita, asustada.

Y entonces, se encontró de súbito en un supermercado de humanos, atrapada en un manojo de brócoli, una gomita elástica envolviéndola por la cintura y un niño, acercándose en su dirección.

—Mamá, ¿podemos llevar un poco de brócoli? —preguntó el niño, girando la cabeza por encima del hombro.

—¿Brócoli? ¡Pero, por supuesto! —contestó la mujer, acercándose rápido y alzando un ramillete que estaba justo al lado del de Prilla.

—No, como que prefiero este manojo…

—¡Hey, no me vayan a cocinar! —gritó Prilla, pero riéndose.

Entonces, en ese momento, un hada le dio un empujoncito y Prilla se estremeció.

—¡Primero yo! —gritó alguien.

—¡No, yo primero!

—¡No empujen! —dijo Terence, con voz profunda y resonante—. ¡La estamos asustando!

Terence le sonreía a Prilla, con aquella misma encantadora sonrisa que Tinkerbell se había negado a ver y devolver:
—Hola, soy Terence…

Se oyó una voz alzarse por encima de la multitud:
—¿Y por qué tú primero?

Entretanto, Prilla pensó: «Terence relumbra».

—Porque —dijo Terence—, si Prilla resulta ser un hada con talento para los polvillos, tendrá que prepararse para la Muda.

Y eso las convenció. La Muda era urgente.

Y en efecto, Terence relumbraba, gracias al polvillo de estrella que se le pegaba a su levita, hecha con hoja de roble y que recogía y reflejaba la luz de su resplandor natural.

—¿Prilla, te gustaría visitar el Molino para ver si eres un hada mágica?

Prilla asintió con la cabeza a pesar de que en el fondo pensaba que eso era esperar demasiado.

Igual, se pusieron en camino. De pronto, Terence le preguntó alzando la voz por encima del ruido del viento:
—¿Campanita te habló de mí?

—¡No! —gritó de vuelta Prilla.

—Ah, ya veo.

Prilla alcanzó a percatarse del dejo de decepción en su voz. «¡A Terence le gusta Tinkerbell!», pensó Prilla y luego le gritó:
—¡Tinkerbell no habló de nadie!

—Ah.

Y continuaron volando sin más conversación. Prilla se preguntaba qué harían las hadas mágicas.

Si se limitaban a espolvorear una taza de polvillos de estrella sobre todo el mundo todos los días, pues eso ciertamente sí lo podría hacer. Y no le molestaría tener que madrugar para hacerlo.

El País de Nunca Jamás y el secreto de las hadas  1#Donde viven las historias. Descúbrelo ahora