45 - El fantasma de un amor Azul.

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Esa noche, Alan cayó rendido sobre su cama

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Esa noche, Alan cayó rendido sobre su cama.

Después de un día lleno de actividad con la familia, se encerró en la intimidad de su habitación. Recién bañado, con la panza atiborrada y con la promesa de que iría con Esther a la plaza temprano por la mañana, el pecoso suspiró.

El aroma del sol, impregnado en sus sábanas, lo invitaba a sucumbir ante los encantos del sueño. Con la luz de su lámpara de noche, las sombras se acentuaban a su alrededor, pero ya no les temía como cuando era pequeño.

Su pecho, se sentía un poco más ligero. Una vez dejó fluir el llanto que retuvo durante años por la falta de su padre y la indiferencia de su madre, una parte que él desconocía hasta hace poco, logró descansar.

Muchas cosas habían cambiado en su vida; de forma lenta, discreta. Pero, al fin y al cabo, sucedían. Y no podía hacer nada que pudiera evitarlo. Suspiró, cansado. Eran las 7:47 según lo que marcaba su reloj de mesa. Demasiado temprano para caer en las garras del sueño.

Con su mejilla derecha presionada sobre la cama, miró la ventana desde su ubicación. A través de esta, la luz del día había perecido por completo, dejando una estela sutil, púrpura y rojiza en el horizonte, mezclándose con los tonos grisáceos que precedían a la oscuridad de la noche.

El viento fresco entró en una silbante oleada a su habitación. Removiendo las ramas del árbol, y desprendiendo en su paso, algunas flores de Buganvilia.

El silencio fue violentado por la repentina orquesta que los grillos del área entonaron para él. Apoyó de lleno su cara sobre la cama, extendió sus brazos y piernas cuanto pudo, y aflojando el cuerpo, se relajó unos segundos antes de girar sobre el colchón para llegar a la orilla.

Su brazo, lánguido ante la gravedad, rozó la frialdad del suelo, mientras Alan se debatía en abrir el último de sus cajones. «No ganaré nada solo con verlo» pensó, indeciso, dispuesto a lidiar con esa extraña necesidad que le mordía los dedos.

Frunció el ceño, molesto, y de un movimiento rápido, Alan extrajo el sobre que le entregó Rosario, y con ello, la fotografía del joven.

Durante la tarde del día anterior, cuando se encerró en su intimidad, descubrió que no lograba sostener su vista por mucho tiempo en aquella fotografía, sin sentir como un rubor coloreaba y hacía arder su rostro.

Sin embargo, si lograba resistirse a esa incómoda sensación, se creía capaz de pasar una eternidad observándola, sin llegar a cansarse. Era curioso para él vivenciar tan extraña ambigüedad.

   —Joel... ¿En verdad existes? —le murmuró con tristeza a la imagen, admirando sus rasgos a detalle —Si existes... ¿Por qué no te recuerdo? ¿Y por qué me siento tan vacío cuando el Alan de esta foto, se ve tan completo?

Pasaron varios minutos en que su atención, no lograba apartarse de aquel rostro. Entrando en un trance donde una melodía extraña, lejana, imaginaria, sonaba para él ante la voz de una persona. Una quimera. Una vana ilusión.

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