Estaba sentado en el sofá de mi sala, rodeado de un silencio que se sentía más pesado que nunca. Mis dedos pasaban por la pantalla de mi teléfono, una y otra vez, mientras marcaba el número de Saori. Esperaba, desesperadamente, que ella contestara al menos una de las tantas llamadas que le había hecho. Pero cada intento terminaba igual, con el mismo tono de espera, el mismo silencio al otro lado de la línea, y luego, el mismo sonido monótono que indicaba que mi llamada no sería respondida.
Una y otra vez. No sabía si llevaba cinco, diez o cincuenta intentos. En algún punto, perdí la cuenta. Pero sabía que ella no iba a contestar. Me había ganado su silencio, y era lo único que tenía ahora.
Cada mensaje que le enviaba tampoco tenía respuesta. Mi mente empezaba a divagar, pensando en cada palabra, en cada momento que habíamos compartido, y me preguntaba cómo había llegado a este punto. Pensé que la conocía, que entendía sus emociones, que sabía cómo cuidarla. Pero me equivoqué, y no solo la lastimé a ella, sino que también me lastimé a mí mismo en el proceso.
Entonces, miré a un lado y vi la patineta. Estaba allí, apoyada contra la pared. La misma patineta que le había comprado para reemplazar la que destruí el día que nos conocimos. Ese simple objeto me parecía ahora una declaración contundente de lo que había perdido. Chrono me la devolvió, sin decir nada, solo con un leve asentimiento, como si él mismo supiera que las palabras sobraban. Era como si Saori, al rechazarla, estuviera diciéndome que rechazaba todo lo que alguna vez compartimos. Y no podía culparla.
Verla llorar, ver su expresión mientras sus amigos la rodeaban, me rompió en mil pedazos. No había imaginado que mis propias palabras pudieran tener tanto poder para lastimar a alguien, para herirla de esa forma. No era simplemente una equivocación; era una herida profunda, una traición. Y ahora, la única persona que había querido de verdad, me había apartado de su vida.
Saori era la primera persona en la que había visto algo diferente, algo que iba más allá de todo lo que creía saber sobre el amor y el afecto. Ella no solo era la mujer que amaba, era mi refugio. La única persona que me había hecho sentir que podía ser yo mismo, sin barreras, sin máscaras. Y ahora, por mi propia culpa, la había perdido.
La patineta estaba ahí, como un símbolo de todo lo que destruí. Recordé la forma en que nos reímos juntos cuando se la entregué y ella sólo hacía bromas al respecto, solo para luego sonreírme con esa expresión que siempre me hacía pensar que, por un instante, todo estaba bien. Ella me había dado más de lo que yo jamás le devolví.
Nunca había sentido tanta impotencia. Un odio profundo hacia mí mismo se apoderó de mi pecho. No sabía qué hacer con esta rabia, esta frustración que me consumía. Por un lado, quería gritar, destrozar algo, sacarme de encima esta sensación de vacío. Y, por otro lado, solo quería ir a buscarla, encontrarla y abrazarla, pedirle perdón mil veces hasta que sus lágrimas desaparecieran. Pero sabía que eso no era posible. Sabía que mis palabras ya no tenían valor para ella.
Me levanté del sofá y caminé hacia la ventana, mirando hacia la calle vacía. La oscuridad afuera reflejaba la desesperanza que sentía dentro. ¿Cómo había sido tan estúpido? ¿Cómo pude dejar que todo esto llegara tan lejos? Era consciente de mis fallas, de mis errores. Siempre lo fui. Pero pensé que con ella, podría ser alguien mejor. Pensé que el amor sería suficiente, que podría vencer a los fantasmas que me atormentaban. Y, sin embargo, había permitido que esos mismos fantasmas arruinaran lo único verdadero que había tenido en mi vida.
Quería abrazarla, quería disculparme. Quería decirle que todo lo que había dicho, lo que ella había escuchado, no significaba nada comparado con lo que sentía por ella. Quería asegurarle que ella no era culpable de nada, que todo lo que había pasado en mi vida no era su responsabilidad. Pero, ¿cómo podía hacerle entender eso ahora?
Mi propio egoísmo me había llevado a destruirla. Y la única persona que había amado, la única mujer que realmente me importaba, se había convertido en alguien inalcanzable. Ella había hecho que me abriera de una forma que jamás había hecho con nadie más. Pero ahora, cada pedazo de esa apertura se sentía como un vacío que yo mismo había creado.
Pensé en ella, en su sonrisa, en la forma en que se reía cuando algo le resultaba realmente gracioso, en cómo sus ojos se iluminaban cuando hablábamos de cualquier tontería, en su calidez. Cada recuerdo se sentía como un cuchillo que me apuñalaba, recordándome lo que había perdido, lo que yo mismo había alejado.
Me senté de nuevo en el sofá, sin saber cuánto tiempo había pasado. El silencio a mi alrededor era casi ensordecedor. Miré el teléfono, viendo una vez más el historial de llamadas, los mensajes sin respuesta. No había palabras que pudieran arreglar lo que había hecho. No había excusas que pudieran sanar el dolor que le había causado.
Nunca había pensado que algo así me dolería tanto. Nunca había imaginado que amar a alguien podría traerme tanta desesperación. Pero allí estaba, enfrentando la realidad de mis propios errores, de mis palabras y acciones, y la amarga verdad de que la única mujer que había amado en toda mi vida, ya no estaba a mi lado.
Estaba sentado en el sofá, sumido en un silencio que se sentía tan denso que parecía envolverlo todo. Mis pensamientos, mis arrepentimientos, mis fallos; todo se repetía en mi mente como una tormenta sin fin. Había marcado el número de Saori una y otra vez, esperando, deseando, que esta vez, por fin, contestara. Pero no importaba cuántas veces llamara o cuántos mensajes enviara, el resultado siempre era el mismo: el vacío. Ella me había bloqueado de su vida, y con cada llamada perdida, sentía cómo la distancia entre nosotros se hacía más abismal.
De repente, una figura menuda apareció en el umbral de la sala. Era Eri, mi pequeña. Sus ojos grandes y oscuros me miraban con curiosidad, pero también con una madurez que siempre me sorprendía. Sin decir una palabra, se acercó y se sentó a mi lado, subiendo sus piernas al sofá mientras me observaba. Yo intenté recomponerme, apartar la mirada, pero ella, sin previo aviso, se inclinó y me abrazó. Su gesto fue inesperado, pero reconfortante. Respondí al abrazo, sintiendo su calidez y su comprensión infantil, que era lo único que parecía tener sentido en ese momento.
—¿Por qué estás tan triste, papá? —preguntó en voz baja, apoyando su cabeza en mi hombro. Su pregunta era simple, pero al mismo tiempo, desarmante. ¿Cómo le explicaba todo lo que había ocurrido? Me costaba siquiera entenderlo yo mismo.
—A veces... —empecé, buscando las palabras adecuadas—. A veces cometemos errores, Eri. Y esos errores pueden lastimar a las personas que queremos.
Ella se quedó en silencio un momento, pensando, mientras su pequeño rostro se contraía en una expresión seria.
—¿Es por Saori? —dijo finalmente, mirándome a los ojos. Asentí, sin poder contener una amarga sonrisa.
—Sí, cariño. Es por Saori. La lastimé, y ahora... —me detuve, incapaz de continuar. Pero Eri no necesitaba que terminara la frase para entenderlo.
—A mí me gusta Saori —dijo entonces, con una firmeza que me sorprendió—. Siempre se veía feliz contigo, y tú también. Los dos estaban felices. —Sus palabras eran sencillas, pero tenían una claridad que cortaba. Esa simplicidad contenía la verdad que yo no había podido ver.
—Yo también estaba feliz con ella, Eri. Pero, a veces... a veces uno no sabe cómo cuidar de lo que tiene, y cuando se da cuenta, ya es demasiado tarde.
Eri frunció el ceño y, en un gesto de inocente resolución, apretó mi mano con la suya.
—Creo que deberías hablar con ella —dijo suavemente—. A veces, cuando las personas hablan, pueden entenderse mejor. A mí me gusta cuando tú y Saori están juntos. Parecen muy felices. Tal vez puedan encontrar una manera de volver a serlo.
Su consejo, dicho con la naturalidad de alguien tan joven, me impactó. No solo porque era sencillo, sino porque me recordó que, a pesar de todo, a veces las soluciones eran más simples de lo que parecían. Tal vez Eri tenía razón. Tal vez, si encontraba la forma de hablar con Saori, de enfrentar todo lo que había ocurrido y explicarme, todavía había una oportunidad.
Apreté su mano, agradecido por su apoyo. Eri era mi pequeña luz en medio de toda esta oscuridad. Y aunque no podía cambiar el pasado, tal vez, con su ayuda, podía encontrar una forma de reconstruir el futuro. Ella me devolvió una sonrisa, y en ese momento, supe que no podía rendirme todavía.
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Speechless |Kai Chisaki|
Fanfiction«Si me amas, entonces di que me amas, que eres mía». [Saga: Little Monster]