el gran arbol y un rey

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El viento silbaba entre las ramas cuando el rey se presentó ante el árbol. En su capa verde, se erguía como una sombra desafiante frente a la monumental figura que había perdurado a través de los siglos. El árbol, de un tamaño indescriptible, tenía un solo ojo que lo observaba desde las alturas, como si supiera todo lo que el hombre venía a buscar. Aquel ojo, inmóvil y eterno, parecía contener dentro de sí todos los misterios que el rey ansiaba descubrir.

—He recorrido todas las tierras que existen bajo mi dominio —dijo el rey, su voz resonando entre los troncos que lo rodeaban—. He sometido a reyes, quemado ciudades, y aun así, nada de eso me llena. He venido a ti buscando una verdad mayor, una razón que justifique todo. ¿Qué somos, árbol? ¿Qué propósito tienen los hombres?

El ojo permaneció inalterado por un largo momento, y cuando habló, su voz resonó como el crujido de raíces subterráneas, como la fricción de rocas bajo la tierra.

—Propósito —murmuró el árbol, casi burlándose de la palabra—. No hay propósito, rey. Tú y tu raza son un accidente de la naturaleza, una chispa efímera en la vasta oscuridad. Los dioses no han escrito tu destino. No son más que ecos distantes, sin interés en lo que hagas o dejes de hacer. Si crees que el universo se preocupa por tu dolor o tus conquistas, eres más ingenuo de lo que pensaba.

El rey sintió una punzada en su pecho, como si una mano invisible lo hubiera apretado desde dentro. Su rostro se crispó, pero mantuvo su postura. Era un rey, después de todo, no podía permitirse el lujo de mostrarse débil ante un adversario, aunque fuera uno tan inmóvil como este árbol.

—Tú hablas como si supieras todo, como si fueras testigo de algo más grande que los mortales. Pero si nada tiene sentido, ¿qué haces tú aquí? —espetó el rey, su voz cargada de veneno—. ¿Qué propósito tienes tú, si no hay un propósito para nada?

El árbol guardó silencio por un momento, y su ojo pareció cerrarse levemente, como si fuera a dormir. Pero pronto volvió a abrirse, mirándolo con una tristeza antigua.

—Mi propósito no es dar respuestas que te reconforten, rey. Soy solo una testigo, una cosa que ha visto pasar eras, que ha visto caer imperios, y que sabe que lo que llamas grandeza es tan frágil como la espuma en el océano. Tú, que has levantado tu imperio sobre la sangre y la tierra, no eres más que otro fragmento de polvo. Incluso tu odio hacia esta verdad no tiene importancia. Al final, todo se disolverá. Todo se extinguirá. Y ni tú ni tus conquistas significarán nada.

El rey apretó los dientes, sus ojos ardiendo con furia contenida. Las palabras del árbol le perforaban el alma como espinas invisibles. Él había venido buscando respuestas, alguna verdad profunda que pudiera llenar el vacío en su corazón. Pero lo que había encontrado era solo una pared de indiferencia, un abismo sin sentido que lo miraba con desdén.

—¿Qué clase de monstruo eres para hablar así? —susurró el rey, con la voz temblorosa—. Tú… no entiendes nada. Yo he construido un reino que durará más allá de mi muerte. Mi nombre será recordado, mientras tú no eres más que un árbol, arraigado a esta tierra, incapaz de moverte, incapaz de cambiar nada.

El árbol dejó escapar un sonido que podría haber sido una risa, aunque era más parecido al crujir de la madera bajo el peso de siglos.

—Te engañas a ti mismo, humano. Tu nombre será polvo. Tus hazañas serán olvidadas. Y aunque creas que controlas tu destino, no eres más que una pieza en un juego que nunca comprenderás. No eres un rey, eres una chispa que pronto se apagará. Y eso es lo único que importa: la certeza de tu final. La humanidad es un accidente cósmico, un error tolerado por el universo. Y tú... tú no eres más que una sombra pasajera en un teatro que nunca fue para ti.

El rey se quedó en silencio por un momento, sintiendo cómo la furia bullía dentro de él. Esa respuesta no era lo que había buscado, pero en el fondo, ya lo sabía. Siempre lo había sabido. Y aún así, no podía aceptar la realidad que el árbol le estaba imponiendo.

—No aceptaré tu verdad —murmuró, más para sí mismo que para el árbol—. No aceptaré que todo lo que he hecho no signifique nada. Si no el cosmos niega mi valor yo les quitare su suspiros empezando por vos.

Se giró bruscamente hacia sus hombres, que lo observaban a la distancia, y levantó una mano.

—Traigan las hachas —ordenó, su voz seca y cortante—. Si este maldito árbol no puede darme lo que busco, entonces lo derribaré. Destruiré su voz, su memoria, su existencia.

Los hombres, temblando de miedo y duda, se acercaron con las hachas al hombro. Las hojas de acero relucían bajo la luz del crepúsculo, como guadañas dispuestas a segar la vida de algo más antiguo que el propio reino.

El primer golpe resonó como un latigazo, el filo penetrando en la corteza del árbol. La madera no se partió como lo haría en cualquier tronco común. Se desgarró, crujió, y de la herida abierta brotó una savia espesa y oscura, que goteaba como sangre coagulada. El árbol emitió un sonido, un gemido ahogado, que resonó en los huesos de los hombres que lo atacaban. Pero el ojo del árbol seguía inmutable, observando con esa indiferencia escalofriante que tanto odiaba el rey.

—¡Continúen! —gritó el rey—. ¡No se detengan hasta que haya caído!

Los leñadores, ahora sudando y jadeando, seguían cortando. Cada golpe era más pesado que el anterior, más grotesco. La madera se astillaba y se partía, emitiendo crujidos que recordaban el sonido de huesos rompiéndose. La savia seguía brotando, cubriendo las manos de los hombres, pegajosa y tibia, como si cortaran a una criatura viva.

El árbol ya no emitía ningún sonido, pero el eco de su dolor parecía vibrar en el aire. Las raíces crujían bajo la tierra, como nervios que se desgarraban, incapaces de sostener el peso de aquel gigante por mucho más tiempo. Finalmente, con un estruendo que sacudió el suelo, el coloso comenzó a inclinarse. Las ramas más altas arañaron el cielo en su caída, y cuando impactó contra el suelo, la tierra tembló.

El rey observó, sin moverse, mientras el árbol caía y se partía. Lo que antes era un ser inmortal, ahora yacía destrozado, con su ojo finalmente cerrado. Solo quedaba un cadáver de madera y savia.

El rey se acercó, caminando sobre los restos del árbol caído, y levantó una mano hacia lo que quedaba de su tronco.

—¿Por qué lloras, maldito? —murmuró, su voz impregnada de una cruel satisfacción—. ¿No eras tú quien decía que nada importa? Tu dolor es insignificante. Y ahora, ante mí, estás derrotado. ¿No lo ves? Yo soy un dios ante ti, insignificante ser. Llora todo lo que quieras, tu llanto no significa nada. Justo como me dijiste.

Y entonces, mientras el silencio se asentaba sobre el claro, no quedó nada. Ni palabras, ni respuestas. Solo la indiferencia del cosmos, que había presenciado una vez más la caída de algo inmortal, bajo las manos de alguien que nunca comprendió lo que buscaba.

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