En un pasado distante y cubierto de niebla y sangre, solo queda la guerra. Guerra incesante entre la humanidad y los demonios, quienes, desde el origen de los tiempos, se han disputado cada colina, cada río y cada aliento bajo el cielo roto de este mundo. Durante generaciones, los hombres han luchado, y durante generaciones, los demonios han masacrado, una y otra y otra vez, como si la propia existencia solo encontrara su sentido en esa constante matanza.
Esta es la historia de un soldado, uno de tantos, un guerrero de la ciudad fortaleza de Roca Alta. Ah, Roca Alta, la última defensa contra el vacío, construida en las alturas de un páramo eterno, donde el viento helado corta la piel como una navaja. En esta ciudad, un faro, un pálido resplandor, ardía en la cima de la torre central, un faro cuya luz detenía a los demonios, manteniéndolos fuera, al acecho en las sombras. Su fulgor era lo único que les impedía trepar por las murallas y arrasar cada rincón de la ciudad con sus garras y colmillos. Pero un error —una herejía— debilitó esa luz. Una grieta en la muralla invisible que mantenía la oscuridad a raya.
La historia de cómo se cometió esa herejía es irrelevante, como lo es el nombre del soldado que nos interesa. Llamémoslo Rolvat, si necesitan un nombre. Los nombres en estos tiempos importan poco, y especialmente para los soldados de la orden de los Guivernos. Los Guivernos, la última línea de defensa, los portadores del fuego purificador, los que no tienen nombre ni identidad, sino solo el propósito inquebrantable de exterminar toda mancha de maldad, toda impureza que ose pisar el suelo de la humanidad.
Se podría decir que los Guivernos eran héroes, aunque si los vieras en persona, te costaría llamarlos así. Eran implacables. Vestían armaduras negras como el vacío, y sus armas no eran espadas o lanzas como las de antaño, sino dispositivos monstruosos, lanzallamas y variaciones, herramientas de incineración y purificación, capaces de reducir la carne y el hueso a cenizas en cuestión de segundos. Porque la iglesia, en su infinita sabiduría, decidió que la única justicia era la justicia a través del fuego. El fuego no deja dudas, ni margen de error. En ese mundo sombrío, solo los Guivernos mantenían a raya la oscuridad y el caos, aunque a un precio impensable. Porque, al contrario de lo que podrías imaginar, querido lector, ellos no eran ajenos a los civiles; los civiles eran su prioridad, su razón de existir, y a su vez, su mayor debilidad.
Rolvat, aquel soldado sin rostro, había cumplido su deber decenas de veces. No sentía, no cuestionaba. Eso, hasta que conoció a una niña. Una niña que llevaba un peluche raído en brazos, algo insignificante, un trozo de tela con ojos de botón y costuras débiles. Pero ella se aferraba a esa cosa como si fuera su única conexión con el mundo, y él, en un momento de debilidad, le prestó atención. No sabía cómo sucedió, solo que de repente esa pequeña existencia se hizo suya, en un sentido que él no comprendía, en una manera que amenazaba con romperlo.
Con ella, Rolvat había reído, una risa seca y áspera, como si su garganta hubiera olvidado cómo emitir otro sonido que no fuera un grito de guerra. Con ella, él era más que un soldado; por un instante, él era alguien. Pero, naturalmente, en tiempos como estos, los lazos afectivos son un lujo que ningún soldado debería permitirse. Porque la guerra no espera, y los demonios no se detienen ante la inocencia.
Una noche, sin advertencia, como si hubieran surgido del vientre mismo de la oscuridad, los demonios atacaron de nuevo, pero esta vez con una ferocidad que ni siquiera los Guivernos habían anticipado. La luz del faro titiló, como si dudara de su propósito, y el frío que normalmente helaba la piel de los habitantes de Roca Alta fue reemplazado por un calor infernal. Los demonios pasaron las murallas y la ciudad entera cayó en el caos. El fuego se esparció como una plaga, las casas ardían, las calles se llenaron de gritos desgarradores. Rolvat corrió, en medio de la confusión, buscando a la niña. Quizás, en algún rincón de su mente, sabía lo que iba a encontrar, pero la desesperación lo cegaba.
Y la encontró.
No estaba viva. Los demonios no se conformaron con matarla; era como si quisieran borrar toda traza de su existencia. Su cuerpo, o lo que quedaba de él, era una imagen grotesca de dolor y ultraje. La carne abierta, los huesos expuestos, los órganos esparcidos alrededor como si fueran un macabro tributo al sufrimiento. Lo único intacto era el peluche, abandonado junto a sus restos, cubierto de sangre y cenizas, un ícono cruel de una vida que ya no estaba. Él sintió algo en su interior romperse. Quizás su corazón, si es que alguna vez tuvo uno.
Y entonces, llegó la orden: la ciudad debía ser purgada. No quedaría piedra sobre piedra. No habría supervivientes. La purga era el único protocolo cuando el mal se había infiltrado hasta las entrañas mismas de un lugar. Todo debía arder, todo debía ser purificado. Y los Guivernos, como autómatas de carne y hueso, comenzaron la destrucción. Rolvat, en silencio, observaba mientras sus hermanos en armas lanzaban fuego sobre casas, sobre recuerdos, sobre vidas. Se acercó a la hoguera, la misma en la que se deshacían de cualquier objeto que pudiera ser tocado por el mal, y miró el peluche ensangrentado en sus manos. No era más que un trozo de tela, ahora cubierto de suciedad y dolor, pero aún le parecía sagrado, una reliquia de algo puro y hermoso que ya no existía.
Su hermano —o lo más parecido que podría tener a uno— se acercó y le miró. No dijo nada, no hizo falta. La mirada era suficiente, una advertencia silenciosa. Ambos sabían lo que debía hacerse, y Rolvat, resignado, dejó el peluche en la hoguera, observando cómo las llamas lo devoraban. Lentamente, el peluche se deshizo en cenizas, y con él, cualquier rastro de la niña. Porque en esta guerra no hay espacio para recuerdos, no hay espacio para vínculos, solo para la eterna indiferencia del fuego.
Ah, pero no crean que los Guivernos no sienten. No, querido lector, sería mucho más piadoso si así fuera. Ellos sienten cada pérdida, cada derrota. Sus corazones, aunque modificados y endurecidos, aún laten, aún se quiebran, aún se envenenan con la pena de cada vida perdida. Pero sus cuerpos, alterados para soportar la guerra, no pueden flaquear; deben cumplir su deber, y seguir avanzando, dejando tras de sí solo cenizas y dolor.
Y así, Rolvat se marchó de Roca Alta, dejando una ciudad en ruinas y un pedazo de su alma consumido en la hoguera. Porque en este pasado lejano, solo queda la guerra. Solo queda el odio y el sufrimiento. Y en algún lugar, entre el eco de los gritos y el resplandor de las llamas, quedó enterrado el recuerdo de una niña y su peluche, consumidos por un destino que nunca entenderían, en un mundo que nunca les tuvo piedad.
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Relatos y poemas de Amsalor
Short StoryAmsalor es una tierra miserable donde la magia no es más que una maldición y la humanidad se arrastra bajo la sombra fría de dioses que no les importan. Aquí, la vida no es más que una lenta agonía de sufrimiento y resignación, una lucha inútil por...