Había una vez, en un rincón de la vastedad más profunda y olvidada del universo, una gran sala de juicio cuyo solo nombre era suficiente para helar el espíritu de cualquier ser con la osadía de poseer uno. Este no era un tribunal cualquiera, ni siquiera uno de esos tribunales de cuentos, con su mezquino pero entusiasta jurado y un juez severo con el cabello cubierto de polvo. No, este juicio era el Juicio Final, un tribunal de sombras y de dioses, un lugar suspendido en un vacío tan negro y espeso que sus límites parecían devorar hasta la idea misma de luz y de calor.Aquí, en un salón que no tenía paredes visibles ni techo, pero cuya oscuridad opresiva asfixiaba como un pozo sin fondo, se reunían los grandes Arcontes, los dioses mayores, los demonios primigenios, los monstruos del cosmos y las criaturas de la desesperanza misma. Deidades y entidades cuyo solo pensamiento podía erradicar civilizaciones enteras se habían congregado en torno a un simple propósito: juzgar a la humanidad. Sentados en un estrado de piedra ancestral, cuyo material parecía retorcerse y gemir como una cosa viva, se acomodaban los jueces. En el centro, como una roca inamovible, se encontraba Aeternum Dei, el Dios Silente, cuya expresión imperturbable era la encarnación de la indiferencia cósmica. A su izquierda, Durkar, la Vida Negra, sonreía con el ceño fruncido y los ojos cargados de odio, como un verdugo que espera la oportunidad de extender su mano y aplastar algo diminuto. A su derecha, Nyatotep, el Susurro del Vacío, exhalaba una calma tan fría que parecía coagular el aire.Frente a esta asamblea macabra, de pie sobre una plataforma de piedra que temblaba bajo sus pies como si estuviera viva, se encontraba un ser humano, un hombre de carne y hueso que parecía patéticamente pequeño frente a los colosos cósmicos que lo rodeaban. Este hombre, con la mirada cansada de quien ha visto mil atrocidades, se erguía con un estoicismo que rozaba la insensatez. Su armadura estaba hecha de pedazos de recuerdos perdidos, su capa era un jirón de sueños rotos, y en sus manos sostenía una vara torcida que alguna vez había sido símbolo de esperanza. Era un poeta, un rey, un mago, y también un guerrero, aunque la expresión de su rostro no reflejaba ni el brillo de la victoria ni el fervor de un mártir; solo el peso insoportable de alguien que ha soportado la desolación de su propia especie.Él, en esta hora crucial, sería el abogado de la humanidad, aunque en su interior ya comenzaba a sospechar que el veredicto estaba sellado desde hacía eones.El primero en hablar fue Logos-Entropy, el Arquitecto del Desorden, cuya forma se retorcía en ángulos imposibles, como si cada centímetro de su ser estuviera en constante contradicción. Su voz era un susurro y un grito al mismo tiempo, una cacofonía que rasgaba los tímpanos y desmoronaba la cordura.—Humanidad, frágil y corrupta, ¿con qué derecho osas siquiera defenderte? —rugió, con un tono que destilaba asco y superioridad—. Vosotros, los que habéis construido imperios sobre los huesos de vuestros semejantes, los que tomáis cada cosa bella y la reducís a cenizas y excremento. Vuestras ciudades son fosas de podredumbre y humo, vuestros corazones albergan la envidia y la codicia. Si os dejamos existir, lo único que haréis es devoraros entre vosotros hasta que no quede más que polvo y lamentos.El hombre, con voz temblorosa pero firme, replicó:—Somos imperfectos, eso es cierto. Pero en nuestras ciudades, entre el humo y la miseria, también hay poesía, música y amor. Nos destruimos, sí, pero también nos reconstruimos. No somos solo criaturas de odio; también sabemos lo que es el sacrificio, el arte, la compasión.Durkar, la Vida Negra, estalló en una carcajada hueca, una risa seca y profunda que resonaba como una piedra arrojada en un abismo sin fin.—¿Compasión? ¿Sacrificio? ¿Hablas de esos conceptos como si los comprendieras? —escupió, sus ojos tan oscuros y hambrientos como pozos sin fondo—. Humanos, cada vez que alzáis un templo a la bondad, lo destruís en nombre de la avaricia. Cada palabra amable que pronunciáis está envenenada con intención oculta, cada acto de sacrificio es una trampa para obtener más poder. No sois más que cadáveres que caminan, intentando vestir vuestra corrupción con ropas de virtud.El poeta-rey sintió un nudo en la garganta. Sabía que había verdad en esas palabras, pero también conocía la lucha diaria de quienes no sucumbían a esa podredumbre.Entonces habló Nyatotep, el Susurro del Vacío, cuya voz apenas era un eco que serpenteaba entre las sombras, una melodía hipnótica que envolvía y helaba los huesos.—Y si acaso lo lograrais... si vuestra bondad fuera verdadera, si vuestros corazones fueran puros... ¿de qué serviría? Al final, sois solo sombras en la penumbra de la creación, criaturas de carne y hueso, tan efímeras y frágiles que el simple paso del tiempo os devora como un monstruo hambriento. Vuestra existencia es una molestia, un accidente grotesco en el tejido del cosmos. Desapareceréis, con o sin nuestra intervención. Sois un parpadeo en la eternidad, un error en el gran plan que no tiene propósito ni sentido.El hombre tragó saliva, intentando sofocar el miedo que comenzaba a consumirlo. Con voz apenas audible, replicó:—Es cierto que somos efímeros, y que nuestra existencia se desvanece como polvo en el viento. Pero nuestra brevedad es también nuestra fuerza. Luchamos precisamente porque sabemos que no tenemos un tiempo ilimitado. Es en nuestra fragilidad que encontramos razones para vivir, para resistir, para amar... aunque solo sea por un instante.Un murmullo de desprecio recorrió a los dioses y las criaturas allí reunidas. Entre ellos, Zoth-Ommog, el Devorador de Vida, una masa grotesca de tentáculos y ojos supurantes que latían como corazones enfermos, habló con una voz fangosa y húmeda, como si cada palabra brotara de una fosa de inmundicia.—Amor... resistencia... palabras vacías. A mi toque, vuestro amor se descompone, vuestros cuerpos se corrompen. No sois más que alimento para mi hambre, almas atrapadas en carne podrida, seres que tiemblan y se arrastran bajo el peso de su propia miseria. Si tan solo fuerais sabios, os arrojaríais de cabeza a la nada, pondríais fin a vuestro sufrimiento con una decisión sencilla. En vez de eso, os aferráis a una existencia que no es más que una cadena interminable de dolor.El rey-poeta, horrorizado pero inquebrantable, respondió con una fuerza renovada:—El sufrimiento es parte de nosotros, lo sabemos, pero también lo son los momentos de paz y gozo que encontramos entre las sombras. No vivimos en un sueño de perfección, pero hemos aprendido a danzar en el borde de nuestra propia ruina, a encontrar sentido en lo pequeño, en lo breve. No somos héroes, pero tampoco somos despojos.Entonces, en un susurro que parecía arrastrarse como un reptil hambriento, habló Eoth, la Oscuridad Protectora, cuya voz era suave, pero perforaba como una hoja de hielo:—¿Sentido? Vuestro "sentido" es una ilusión patética. Buscáis consuelo en cosas pequeñas para ignorar la vastedad de vuestra soledad, os abrazáis a las chispas de felicidad como mendigos que reciben las migajas de un festín ajeno. Os aferráis al calor de una vela en una caverna oscura, sin entender que estáis solos. Siempre lo habéis estado.El abogado humano bajó la cabeza, vencido por la lógica aplastante de los dioses. Sabía que las palabras de Eoth resonaban con una verdad imposible de ignorar. La humanidad era, efectivamente, un cúmulo de criaturas ciegas y desesperadas en un cosmos que no les ofrecía consuelo. Y sin embargo, una última chispa de desafío brilló en sus ojos.—Puede que seamos solos, puede que seamos pequeños y patéticos, y que la eternidad no nos tenga en cuenta. Pero seguimos eligiendo, cada día, a pesar de nuestra debilidad, a pesar de nuestro dolor, a pesar de vuestra indiferencia. No pedimos compasión ni piedad, solo una razón para seguir. Y en cada lucha, en cada acto de amor, en cada lágrima que derramamos, encontramos una razón, aunque vosotros no la entendáis.Un silencio pesado cayó sobre la sala. Los dioses miraron a Aeternum Dei, cuyo rostro era imperturbable. El Dios Silente se levantó, y sin una palabra, extendió su mano en un gesto ambiguo, ni aceptación ni rechazo, como si otorgara a la humanidad una prórroga o, quizás, solo un momento más en el vasto silencio del universo.
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Relatos y poemas de Amsalor
Short StoryAmsalor es una tierra miserable donde la magia no es más que una maldición y la humanidad se arrastra bajo la sombra fría de dioses que no les importan. Aquí, la vida no es más que una lenta agonía de sufrimiento y resignación, una lucha inútil por...