el castigo inmortal

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Era un hombre cualquiera, de esos que pasan desapercibidos en la multitud, con una vida tan insípida que hasta su propio reflejo parecía evitar mirarlo a los ojos. No era un hombre cruel, ni violento, ni siquiera vulgar. Su crimen, si acaso podía llamarse así, fue una transgresión tan pequeña que parecería imposible que alguien pudiera siquiera notarlo, y mucho menos castigarlo por ello. Y, sin embargo, el destino, ese cruel artesano de desdichas, decidió que sería castigado con una venganza tan desproporcionada y atroz que sus gritos, aunque nadie los escuchara, resonarían en la eternidad.La infracción en cuestión ocurrió una tarde nublada, cuando el hombre, cuyo nombre y rostro son irrelevantes en una historia como esta, encontró un pequeño pajarito herido a los pies de un roble marchito. El animal, cubierto de polvo y con el ala doblada en un ángulo grotesco, parecía una miniatura de algo que había sido, una triste representación de vida que solo aguardaba el alivio de la muerte. El hombre se inclinó, miró a la criatura temblorosa en su palma y, con la torpeza de quien se siente ajeno a la piedad, decidió ayudarlo... de la única forma que se le ocurrió.Así que, con una mezcla de compasión y repulsión, apretó el pajarito en sus manos, buscando dar fin a su sufrimiento con la fuerza de sus dedos. La pequeña ave luchó, agitándose en sus manos como un débil espasmo de vida, hasta que sus ojos se apagaron y quedó inerte. Al hombre le pareció un acto de bondad; un mal necesario para salvar al pequeño ser de un dolor más largo. Pero para el tribunal de los destinos, observadores implacables y jueces de los actos más mínimos, aquello fue un crimen horrendo, una violación imperdonable de la voluntad de un ser vivo, un pecado inocente que, en su trivialidad, era tan abominable como los peores actos de maldad.Al día siguiente, el hombre fue arrebatado de su vida ordinaria. No hubo juicio ni jurado; nadie le explicó la naturaleza de su falta, y menos aún la de su castigo. Solo sintió que la realidad se desmoronaba a su alrededor como un telón podrido, y en un abrir y cerrar de ojos, apareció en una habitación. Al principio pensó que era una celda ordinaria, algún tipo de arresto temporal en un espacio angosto y frío. Pero pronto comprendió que aquella habitación era mucho peor que una prisión; era una burla infinita de sus sentidos y de su comprensión.Los muros, cuatro paredes que lo rodeaban en una cercanía asfixiante, parecían hechos de un material que no era del todo piedra ni del todo metal, una especie de tejido pulposo que exhalaba un olor a putrefacción, como si fueran las entrañas de un ser gigantesco. Las paredes estaban cubiertas de manchas oscuras que parecían respirar y que emitían un sonido bajo y húmedo, como el ruido de la carne al ser desgarrada. La luz, si es que eso podía llamarse luz, era un fulgor sucio y enfermizo que emanaba de algún punto indeterminado en el techo, y que hacía que todo su entorno pareciera cubierto de una capa de enfermedad.Al principio, intentó medir el paso del tiempo, contar los segundos y los minutos en su mente, como un náufrago que se aferra al único pedazo de cordura que le queda. Pero pronto se dio cuenta de que el tiempo no se movía de manera normal en aquel lugar. Horas y días se fundían en un amasijo interminable de sensaciones sin orden, y a medida que los momentos se amontonaban uno sobre otro, se dio cuenta de algo terrible: en aquella prisión, el tiempo no solo avanzaba de manera incoherente, sino que parecía haberse detenido en un ciclo perverso de tortura continua.El hambre fue lo primero que llegó, como un animal salvaje, desgarrando su estómago con una ferocidad indescriptible. Intentó ignorarla, pensar en algo, en cualquier cosa, pero el dolor era una constante marea que iba y venía, y que al pasar solo le dejaba un vacío aún mayor. Al cabo de lo que podrían haber sido horas, el hambre se volvió insoportable, un tormento que lo consumía desde dentro, como si sus propias entrañas comenzaran a devorarse. Sus uñas arañaron el suelo en busca de cualquier cosa que pudiera ingerir, pero no había ni una sola mota de polvo, ni un insecto, ni siquiera una pizca de humedad.Luego vino la sed, una sed que le hizo abrir la boca y dejarla así, esperando que de alguna manera el aire mismo pudiera calmar su garganta. Pero el aire estaba seco, reseco hasta el punto de hacerle arder los pulmones. Su lengua se pegó al paladar, su garganta se volvió una lija, y cada intento de tragar era como tragar arena caliente. Con el tiempo, sus labios se agrietaron y su lengua se inflamó, llenando su boca de un sabor metálico y salado que solo intensificaba el suplicio.Intentó gritar, pero su voz no era más que un eco seco, un murmullo que moría al contacto con las paredes, que parecían absorber cada sonido con voracidad. Intentó arañar los muros, golpearlos con los puños hasta que sus nudillos se abrieron y su sangre formó pequeños charcos en el suelo, pero los muros simplemente la absorbieron con un sonido sordo, como el de una boca famélica. Sus dedos se convirtieron en muñones, la piel se desgarró y se desprendió, dejando expuestos los huesos y tendones, pero ni siquiera el dolor podía distraerlo del hambre y de la sed, que lo devoraban con una constancia inmisericorde.Cada intento de dormir fue otro ejercicio en futilidad. Al cerrar los ojos, su mente se llenaba de visiones grotescas: alimentos podridos, agua pútrida, banquetes cubiertos de larvas y moscas. Y cada vez que abría los ojos, su dolor era más fuerte, más insoportable. El hambre y la sed se volvían gigantes que lo aplastaban desde dentro, como si su propio cuerpo se estuviera volviendo en su contra, torturándolo desde cada célula.Día tras día, o lo que parecían días, su carne comenzó a marchitarse, sus huesos sobresalían como púas afiladas a través de su piel, pero su cuerpo no moría. Era una paradoja viviente, una carcasa descompuesta que, sin embargo, se negaba a colapsar, atrapado en un ciclo interminable de necesidad y dolor. A veces pensaba que los muros parecían encogerse, acercándose lentamente, pero eso era solo otra broma de su mente, una ilusión causada por la locura que comenzaba a devorarlo desde dentro.En su desesperación, llegó a morderse a sí mismo, arrancando pedazos de su propia piel, pero su carne era insípida y gomosa, una masa inútil que solo aumentaba su agonía. Intentó arrancarse los ojos, morder su lengua, cualquier cosa que pudiera detener el flujo constante de su consciencia, pero una fuerza inexplicable lo mantenía intacto, como si su cuerpo fuera solo un recipiente indestructible creado para soportar un castigo eterno.Con el tiempo —si es que el tiempo podía tener sentido en aquel lugar—, los pensamientos comenzaron a desmoronarse. Su mente, incapaz de resistir el dolor perpetuo, se quebró en mil pedazos. Ya no sabía quién era ni por qué estaba allí, solo sentía el hambre, la sed y la desesperación, una amalgama de sufrimiento que lo despojaba de su humanidad. Todo lo que era, todo lo que había sido, se convirtió en un solo pensamiento: **el dolor nunca termina**.Y en el último resquicio de su mente, comprendió su castigo. Comprendió que su crimen, su acto minúsculo y bienintencionado, había sido juzgado con una crueldad insondable. No había piedad para los que osaban alterar el curso de la vida, aunque fuera con una pizca de bondad. No había redención, ni siquiera un final en el que pudiera hallar descanso. Su existencia, ahora, sería una eternidad de hambre, sed y dolor, una condena para recordar, en cada célula y cada fibra de su ser, la absurda fragilidad de sus intenciones.Y así quedó, inmortal y atrapado en la inmensidad de su propio sufrimiento, una lección viva, una parábola cruel para quienquiera que tuviera el estómago de imaginar su destino.

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