el verdugo

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El verdugo se paraba frente al cadalso, su sombra larga y torcida como un espectro que se alargaba sobre las piedras gastadas del suelo. Sus manos, acostumbradas al peso de la hacha, se veían surcadas de cicatrices, recuerdos de las vidas que había arrebatado. Las órdenes siempre llegaban con la frialdad de un mandato, y él las cumplía sin titubeos. Sin embargo, en los últimos años, las dudas comenzaron a enraizarse en su mente como una enfermedad.

¿Cuántas veces había seguido órdenes ciegamente? ¿Cuántas cabezas había separado de sus cuerpos porque un rey así lo había querido? Incontables. Hombres, mujeres, ancianos... culpables y, más aterrador aún, inocentes. Los reyes jugaban a su juego de poder, y él era su pieza más mortal. Un ejecutor de voluntades ajenas, ajeno a la verdad, ajeno a la justicia. ¿Acaso había justicia? Se preguntaba si alguna vez sus manos habían caído sobre alguien realmente merecedor de ese castigo final. Su hacha era un martillo implacable, pero no para la justicia, sino para la conveniencia de los poderosos.

Cada golpe resonaba en su memoria, cada cuello partido, cada vida interrumpida con el sonido crudo y metálico de la hoja cortando la carne y el hueso. La sangre salpicaba siempre del mismo modo, empapando sus botas y el borde del madero, y al final, el cuerpo caía, retorcido como un muñeco roto. Las cabezas rodaban, los ojos vidriosos, algunas veces aún llenos de horror, otras con una incomprensible calma.

Y hoy... hoy sería diferente. Había oído los murmullos mientras afilaba su hacha. El siguiente en la lista no era un criminal, ni un traidor. Era un niño. Los nobles, en su lucha por el poder, se habían manchado las manos con la sangre de su madre, y ahora, querían borrar todo rastro de su linaje. Él no sabía mucho de política, pero sabía que el niño era inocente.

Cuando el chico fue traído al cadalso, todo se derrumbó en su mente. Pequeño, frágil, apenas sostenido por los guardias, llorando y sollozando por su madre. Y cuando lo pusieron de rodillas frente a la tabla, lo vio. La cabeza de su madre, aún fresca, aún mostrando rastros de vida interrumpida, tirada a un costado. Los ojos del niño se llenaron de un terror indescriptible, un terror que el verdugo ya había visto tantas veces antes, pero nunca así, nunca en alguien tan indefenso.

"¡Mamil", gritaba el niño, ahogado en llanto. “¡Quiero a mi mami!”

El verdugo se paralizó. No podía dejar de observar la escena, cada detalle se grababa con dolor en su mente. Su mano temblaba por primera vez en mucho tiempo. El hacha, que siempre había sido una extensión de su cuerpo, ahora parecía una bestia extraña, pesada, ajena. En sus manos estaba el poder de seguir o detener lo inevitable. Pero, ¿qué poder? ¿Quién era él más que una herramienta del destino de otros?

No había dioses en los que creer, ni justicia por la que luchar. Solo el frío mandato de los reyes. El niño lloraba, su cuello temblaba al contacto con la madera rugosa, tan pequeño, tan inocente. ¿Cuántos más habían sido como él? Inocentes que habían caído bajo la fuerza implacable de su brazo, solo porque alguien en una posición de poder lo había decidido.

Se inclinó sobre el niño, susurró una oración que ni él creía, y levantó el hacha. Sus pensamientos eran un caos, fragmentados, entre el deber y la desesperanza. Podría detenerse, podría soltar el hacha, pero ¿de qué serviría? Los guardias lo reemplazarían. El niño moriría de todas formas. Era solo cuestión de quién daba el golpe final. Entonces, con un grito sofocado de ira y dolor que quedó atrapado en su garganta, dejó caer la hoja.

El sonido de la hacha cortando el aire fue seguido por el golpe sordo al encontrar el cuello del niño. No hubo resistencia, solo carne tierna que cedió bajo la fuerza del acero. El cuerpo pequeño cayó inerte, y la cabeza rodó por el suelo como tantas otras antes. La sangre se extendió lenta por las piedras, tiñéndolas de rojo. Pero esta vez, el verdugo no podía apartar la vista. Ese niño... esos ojos... vacios ahora. Su mente se llenó de un grito que no podía emitir.

El verdugo dejó caer el hacha al suelo. Sintió su cuerpo entumecido, como si el frío de la muerte que había dado tantas veces hubiera comenzado a calcificarse dentro de él. Ya no era el mismo hombre, algo en su interior había muerto con ese golpe.

Esa noche, se encerró en su habitación, sin encender las lámparas, solo con el eco de sus pensamientos como compañía. Se despojó de su túnica, se tendió en la cama, con la cabeza ladeada hacia la ventana, donde la luna parecía observarlo, indiferente, como siempre lo había hecho. En sus manos, temblorosas, levantó el hacha. El filo brillaba con la luz pálida, como una burla final de su propio destino.

Había decapitado a cientos, pero esta vez, él sería su última víctima.

Con un último respiro, un susurro que no llevaba promesa de redención ni consuelo, soltó la hoja. El filo descendió, encontrando su carne, hurgando en su cuello como si fuera una bestia hambrienta. El dolor fue rápido, brutal, y mientras su vida se escapaba en borbotones de sangre, una amarga sonrisa se formó en sus labios.

No habría redención. No había paz, ni perdón. Solo el vacío que siempre había acompañado cada golpe de su hacha. Y en ese vacío, finalmente, encontró su descanso, tan insignificante y olvidado como las vidas que había arrebatado.

Relatos y poemas de AmsalorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora