el caballero de amarillo

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Ah, querido lector… tal vez pienses que esta es otra historia de héroes y gestas gloriosas. Que el protagonista de esta historia, un caballero cubierto en placas de oscuro metal, envuelto en una capa amarilla como el resplandor de un sol apagado, ha sido enviado a este mundo para desafiar las tinieblas y restaurar el orden. Sin embargo, nada podría estar más lejos de la verdad, pues el Caballero de Amarillo no es sino el receptáculo de una maldición atroz, un símbolo de una sabiduría innombrable que ningún mortal debería siquiera atreverse a desear.

Nuestro caballero, cuyo nombre ha sido borrado incluso de los ecos de la memoria, una vez tuvo una vida corriente, como cualquier otro hombre común. Fue, en su juventud, noble de corazón y tenaz en espíritu. Su mirada no albergaba oscuridad ni desesperanza; su ambición, en cambio, era la simple aspiración de aquellos que creen en la justicia y el propósito. Era un hombre de gran valentía, sí, pero también de humanidad; amaba, soñaba, y buscaba, como cualquier alma sensible, alguna forma de verdad en medio de un universo tan vasto como incomprensible. ¿No es esto, después de todo, lo que nos hace humanos?

Sin embargo, en su sed de conocimiento, en su deseo irrefrenable por comprender aquello que estaba más allá de su comprensión, nuestro caballero tropezó con aquello que ningún mortal debió haber encontrado jamás. No fue por mero azar, por supuesto; algunos podrían decir que fue el destino, que el cosmos se burla de nosotros dándonos lo que deseamos para luego destruirnos. Sea como sea, el caballero llegó a las ruinas de un antiguo templo olvidado, un lugar en el que los mortales yacían a los pies de deidades sin rostro ni nombre, de criaturas inefables que miraban el mundo con una frialdad absoluta, intocables, insondables.

Quizá esperas que al abrir las puertas de aquel santuario profano, el caballero encontrara las respuestas que buscaba; quizá piensas que, al final de su camino, hubo revelaciones que le proporcionaron claridad. Pero no, querido lector, pues al final de ese camino solo halló la vasta e inhumana inmensidad de un universo despojado de sentido. Lo que vio no fue comprensión, sino una verdad tan terrible y abismal que quebró la delicada estructura de su mente. La iluminación que alcanzó no le otorgó la paz de un sabio, sino el tormento de aquel que ha visto demasiado.

Aquello que miró —no puedo decirte con certeza lo que era, pues mi lengua, y cualquier lenguaje humano, carece de palabras para describirlo— se le reveló en formas inconcebibles, visiones que trascendían toda lógica y razón. Él observó los mismos cimientos del cosmos; no las estrellas titilantes y hermosas que adornan el cielo, sino la maquinaria subyacente, el abismo informe y eterno que se oculta detrás del velo de la realidad. Vio el frío desdén de los dioses, seres indiferentes, carentes de empatía, que miran a los hombres de la misma forma en que uno miraría a un insecto atrapado en una telaraña. Y lo comprendió en ese instante: el propósito no existía, la moralidad era una ilusión humana, y la vida misma no era más que un destello efímero en la vasta e impasible oscuridad.

Así fue como, en su desesperación y agonía, el caballero recibió el mayor de los castigos. Los mismos dioses, o criaturas, o lo que sea que lo observaba en aquella noche terrible, lo tomaron en un acto de macabra compasión y lo sellaron en su cuerpo mortal, otorgándole una existencia interminable. Fue así que el Caballero de Amarillo, poseedor de una sabiduría prohibida, fue condenado a vagar eternamente, cargando con el peso de la verdad en su alma, sin la posibilidad de liberarse en el abrazo de la muerte.

Desde aquel día, vaga por el mundo, atrapado en el tiempo, condenado a observar cómo cada ser, cada esperanza, cada sueño, sucumbe a la entropía y al olvido. Lleva consigo una mirada vacía, el eco de algo que alguna vez fue humano y que ahora solo guarda silencio ante la brutalidad de lo que sabe. A veces, en las noches más oscuras, se le puede ver recorriendo tierras olvidadas, su capa amarilla ondeando en el viento como la marca de su perdición. Si alguna vez tienes la desgracia de cruzarte con él, tal vez te atrevas a mirarlo a los ojos y encontrar allí el reflejo de su conocimiento. Y quizás entonces, por un breve y devastador momento, podrías vislumbrar un atisbo de la verdad que él porta, y comprenderías que el universo no es más que un pozo vacío, donde todo lo que somos y seremos carece de sentido, de propósito, y de fin.

Así que, pregúntate, querido lector: ¿vale la pena? ¿Vale la pena sacrificar el confort de la ignorancia para abrazar una verdad tan insoportablemente amarga? Al fin y al cabo, el conocimiento absoluto es una carga que ningún mortal debería llevar, y la iluminación… bueno, digamos que la iluminación es solo una sombra en el abismo. Quizás, en su más profunda sabiduría, la humanidad inconscientemente elige cerrar los ojos ante esta verdad. Quizás nos aferramos a nuestros mitos y consuelos no por debilidad, sino por instinto, porque algún rincón de nuestra alma entiende que hay cosas que no deben saberse, que la ignorancia es, en última instancia, una bendición.

Así, te dejo con este pensamiento. Un pensamiento que puede invadir tus sueños o acecharte en tus horas más solitarias: ¿qué fue lo que el Caballero de Amarillo vio en aquel templo? ¿Qué verdad tan devastadora lo condenó a una eternidad de sufrimiento? La respuesta yace enterrada en algún lugar entre las estrellas y el vacío. Pero recuerda, si alguna vez llegas a encontrar esa respuesta, quizás desearías no haberla buscado nunca.

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