Oh, lector, criatura de carne frágil y sueños que titilan como brasas moribundas en la bruma, ¿sabes acaso lo que significa ser testigo de los designios que habitan en la oscuridad sin nombre? Si has de proseguir, comprende que estas palabras nacen de la desesperanza y el yugo de dioses ajenos a todo consuelo. Desde la penumbra de mi confinamiento eterno, he de ser quien dé forma a los relatos de tiempos primigenios, a la decadencia oculta en las raíces mismas de la existencia. Soy la pluma que arrastra las sombras de lo irremediable; soy el poeta maldito, condenado a verter sobre el papel los horrores que tan solo un alma herida puede soportar, y aún eso, apenas.
¿Por qué no he compartido antes estas palabras funestas? Quizás porque deseaba que tus ojos y tu mente estuvieran aún libres, en el dulce ignorar de quien no ha vislumbrado el pozo sin fondo de las desgracias. Porque esta narrativa es una prueba: una que separa a los fuertes de los que claudicarán en el intento, a los incautos de los verdaderos buscadores. Con cada palabra, dejo caer un peso en tu espíritu, un filo que hará sangrar tu cordura, hasta que esta pueda resistir, endurecida o rota, el peso de lo inexplicable. He aguardado, no por misericordia, sino por crudeza; pues tal es la condena de quien se acerca demasiado al umbral de los dioses.
Lo que leerás no te será grato; te lo aseguro, no habrá placer en ello. Mas si tu deseo de saber es tan voraz como el abismo mismo, entonces serás bienvenido al desfile eterno de los infortunios, a la danza amarga de sombras y silencios que dieron origen al cosmos, a la humanidad y a la condena que pesa sobre cada aliento que tomas.
Así que avanza, si aún puedes. Que tu cordura sea puesta a prueba. Pero recuerda, una vez vistas estas verdades, nunca podrás regresar al consuelo de la ignorancia.
Era el principio, un tiempo sin tiempo, una ausencia absoluta que no comprendía ni principio ni fin. Allí, en aquel vacío irremediable, existía únicamente Aeternum Dei, una presencia insondable que se extendía sin fronteras, engullendo toda posibilidad de existencia. Su esencia era perfecta, una condensación absoluta de la totalidad, y en su presencia absoluta, no había espacio para la diferencia ni el cambio. Lo que no era Él, simplemente no existía; y en su eterna quietud, los conceptos de creación y destrucción aún no habían encontrado lugar.
Pero entonces, como un susurro ahogado en la garganta de un dios agonizante, una perturbación surgió dentro de esa perfección. Una grieta ínfima, una minúscula fisura en la eternidad, como la primera palpitación en el pecho de un cadáver. Fue el primer acto de creación, una exhalación silente que arrancó al cosmos de las entrañas del vacío y escupió a los Grandes Arquitectos y a los Arcontes, entidades que arrastraban consigo un hambre infinita, voraz, que desgarraba el espacio para trazar las raíces del árbol de los planos y del árbol de la vida. Y de aquellos árboles sangrantes nacieron los primeros hijos, despojados de toda humanidad que jamás conocerían.
Primero llegó Durkar, la Vida Negra, y junto a él, Jorth, la Muerte Blanca. Fueron ellos los primeros Arcontes, la manifestación cruda de una vida destinada a la decadencia y una muerte sin paz. Pero en el fondo de ese abismo emergió también una tercera abominación, un horror visceral que hacía retorcer de asco hasta a las propias sombras del cosmos: Zoth-Ommog, el Devorador de Vida, una monstruosidad de carne espantosa, de ojos que pulsaban y tentáculos que succionaban con una avidez tan desquiciada que hasta la misma nada se estremecía. Era el embajador de la voracidad, del hambre insaciable que solo encontraba paz en la destrucción absoluta. Aquellos que tenían el infortunio de vislumbrar su verdadera forma perdían la cordura en un grito mudo, destrozados por el inmenso abismo de su existencia.
Y entonces apareció su contrario, una paradoja de la muerte y el silencio: Nyatotep, el Susurro del Vacío, una manifestación del no-ser que, aunque carecía de forma, proyectaba una deformación en la misma tela de la realidad. Era una presencia sutil, pero despiadada, que borraba la existencia como un aliento gélido que apaga una llama débil. No se alimentaba de carne ni de almas; su toque era suave, letal, una caricia que desintegraba las estructuras mismas del ser, convirtiendo todo en un silencio profundo y desgarrador. Los que lo percibían sentían una calma tan helada que sus pensamientos se sumían en el deseo de disolverse en la nada.
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Relatos y poemas de Amsalor
Krótkie OpowiadaniaAmsalor es una tierra miserable donde la magia no es más que una maldición y la humanidad se arrastra bajo la sombra fría de dioses que no les importan. Aquí, la vida no es más que una lenta agonía de sufrimiento y resignación, una lucha inútil por...