el ultimo amanecer de otro heroe

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El héroe se sentó sobre la roca, la brisa salada acariciaba su rostro cansado, mientras la arena bajo sus pies se teñía lentamente con el rojo de su propia sangre. El amanecer pintaba el cielo de colores suaves, y en ese preciso momento, él supo que había llegado a donde siempre quiso estar. El destino que había perseguido durante tanto tiempo, una playa solitaria frente a un océano infinito, donde por fin se sentía libre. Libre de la guerra, de las batallas, de la carga de ser llamado héroe.

Su cuerpo, ahora pesado, comenzaba a sentir el frío que se colaba entre sus huesos, pero su mente se llenaba de visiones de lo que pudo haber sido. Imaginó una vida tranquila, alejada de las armas, junto a una familia que nunca tuvo. Amigos con quienes reír, una cama donde descansar después de días comunes, sin la presión de la muerte acechando. Cerró los ojos por un instante, dejándose llevar por esas dulces fantasías que jamás conocería.

A lo lejos, el sol comenzaba a desvanecerse en el horizonte, y los pájaros, ajenos a su agonía, cantaban como si celebraran su final. Recordó a los que había conocido en sus viajes, a los que cayeron a su lado, y a aquellos que había dejado atrás. Pensó en los rostros que quedarían solos, los nombres que pronto se olvidarían, y una tristeza profunda lo envolvió. Sollozó, no por el fin que se acercaba, sino por todo lo que no pudo ser, por los errores que ya no podría enmendar.

Un frío más profundo que el de la brisa marina se apoderó de él. Sentía el sueño acercarse como una manta que lo envolvía lentamente. Su cuerpo deseaba descansar, pero su alma temblaba ante la inminente oscuridad. Quería a su madre, la deseaba a su lado, pero ella estaba lejos, esperándolo en vano, sin saber que su hijo ya no regresaría. Alzó la vista al cielo, pidiendo respuestas, pidiendo una señal de los dioses que había invocado tantas veces en batalla. Pero, como siempre, ellos permanecían indiferentes, ignorando el dolor humano que siempre había sido tan pequeño ante su grandeza.

Las lágrimas rodaron por sus mejillas, y su pecho se encogió en un último lamento. No quería morir. No ahora, no así, solo. Deseaba una última oportunidad para abrazar a los suyos, para ser perdonado por sus errores, para estar con ellos en esa playa, todos juntos. Pero ahora, sólo quedaba él, un hombre, no un héroe, sollozando en la orilla del mundo, con frío, con sueño.

Entonces, lo escuchó. Pasos suaves, casi inexistentes, y al abrir los ojos vio una silueta oscura acercándose. Un ser alto, con un agujero blanco, vacío, donde debería estar su corazón, y ojos tan blancos como el resplandor del amanecer. Dos cuervos se posaron en sus piernas, uno negro, otro blanco, y a su lado, un lobo negro vigilaba en silencio. La entidad se inclinó hacia él, sus movimientos imperceptibles, como si el viento la guiara. El héroe sintió que estaba ante algo más antiguo y poderoso que los dioses a los que había rezado.

La entidad le susurró algo al oído, unas palabras que no alcanzó a entender del todo, pero en ese susurro encontró consuelo. ¿Era una verdad reconfortante o una bella mentira? No lo sabía, y ya no importaba. Lo único que sintió fue paz. Y así, con una sonrisa leve en los labios, el héroe cerró los ojos por última vez. El frío desapareció. El cansancio se desvaneció.

Finalmente, pudo dormir.

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