Imaginemos, si es que sus mentes toleran hacerlo, un océano tan vasto, tan inabarcable en su cruel indiferencia, que cualquier intento humano por desafiarlo termina en succionar vidas y esperanzas hasta ahogarlas en una marea de sufrimiento. Tal es el teatro de esta historia, una historia tan oscura como el abismo de lo desconocido, y tan grotesca que quienes sobreviven el relato—si es que tal cosa es posible—cargarán con su peso hasta el fin de sus días.Nuestro protagonista, un marinero llamado Silas, es de esos hombres cuya carne parece adherirse al salitre, con cicatrices que cuentan historias de naufragios y maremotos, y una mirada ahogada en un vacío que solo quienes han visto la oscuridad del océano reconocen. Silas, por razones que bien podrían cuestionarse, decidió desafiar al mar una vez más, acompañado por otros incautos marineros que, como él, creían tener dominio sobre la furia acuosa. Oh, pobre Silas. ¡Pobres almas! No sabían que se embarcaban en su última travesía, en un mar donde la calma es la mentira más cruel, donde el silencio no es paz, sino un preludio a la destrucción.El viaje comenzó como cualquier otro, con promesas de tierras exóticas y riquezas sin fin. Pero, ay, la promesa del océano no es sino una invitación al hambre eterna de sus profundidades. A medida que el barco se alejaba de la costa, más allá de donde la luz se atreve a iluminar, Silas empezó a notar la verdadera cara del mar: sombras que bailaban debajo de las olas, como si las mismas aguas estuvieran vivas, o más bien infestadas por algo que solo podía describirse como una presencia.Una noche, cuando las nubes cubrían hasta la última estrella y la oscuridad se sentía tan espesa que casi podía respirarse, el silencio fue roto por el sonido de un chapoteo... y luego, un grito desgarrador. Uno de los marineros, Markus, había desaparecido en el acto, tan rápido que ninguno de los presentes alcanzó siquiera a ver cómo. Solo un remolino de sangre teñía el agua, marcando su descenso a un abismo que el hombre jamás había temido... hasta entonces.La tripulación, arrastrada por el horror y la paranoia, fue pronto víctima de una locura sutil que los consumía como una enfermedad lenta. La entidad en las profundidades, una serpiente que podría envolver al barco con facilidad, se movía con una gracia mortífera, acechando a su presa, sin prisa alguna. Cada uno de los hombres fue cayendo uno a uno, como hojas muertas arrastradas por una corriente implacable. Nunca lograron ver a la criatura por completo; solo sombras alargadas que serpenteaban bajo las aguas, de un tamaño que no deberían ni podrían imaginar, y un destello de ojos desprovistos de toda humanidad, ojos tan negros como el océano mismo.La noche en que sólo Silas quedó, el viento cesó, y el mar se volvió un espejo tan quieto y perfecto que el reflejo del hombre se mostró claramente, y sin embargo, con algo distinto. Fue entonces cuando Silas comprendió la magnitud de su destino: esa presencia, esa entidad que los había devorado uno por uno, no era solo una criatura del mar. Era el mar mismo. Era la personificación de ese abismo interminable, del hambre insondable que arrastra, desgarra y nunca sacia su sed de vida.En una última agonía de desesperación, Silas miró hacia la superficie, hacia ese inmenso y vasto cielo, como si pudiera arrancar alguna pizca de esperanza de los páramos estrellados. Pero el océano no le permitió ese respiro final. Una fuerza tan monstruosa, tan inhumana, lo arrastró hacia abajo, sintiendo cómo sus pulmones se llenaban de agua salada, helada, su piel desgarrada por colmillos que parecían navajas. Mientras descendía, en su último aliento, vio finalmente el rostro de la entidad: no una serpiente, sino una boca abierta, infinita, una vorágine de carne y hambre que lo devoraba en pedazos, dejando apenas un rastro de sangre que el océano engulló con indiferencia.Y allí, perdido en las fauces de la nada, la esencia de Silas, su alma misma, fue tragada por el silencio eterno del océano, donde el frío es tan vasto y tan implacable que no queda ni el más leve vestigio de lo que alguna vez fue un hombre.Así termina, amigos míos, el relato de Silas y sus hombres. Quien se atreva a desafiar al océano debería recordar este final, aunque dudo que alguien con verdadero juicio acepte semejante desafío. Pues el océano, con su abrazo mortuorio, no es lugar para los hombres; es un cementerio insondable, que espera pacientemente el próximo barco, el próximo hombre... el próximo temerario.
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Relatos y poemas de Amsalor
Historia CortaAmsalor es una tierra miserable donde la magia no es más que una maldición y la humanidad se arrastra bajo la sombra fría de dioses que no les importan. Aquí, la vida no es más que una lenta agonía de sufrimiento y resignación, una lucha inútil por...