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"Battle Against Pirates"
MAL, EVIE Y ROUGE ESTABAN de pie afuera, en el mismo lugar donde se habían estacionado la primera vez. La tensión en el aire era casi palpable, y el frío de la noche no ayudaba a calmar los nervios. La luna se alzaba alta en el cielo, reflejando su luz pálida sobre sus rostros preocupados. El viento soplaba suavemente, haciendo que el cabello de Mal ondeara alrededor de su rostro como una cascada púrpura. Pero, a pesar de la belleza de la noche, ninguna de las chicas podía relajarse.
El reloj no se detenía, y los segundos parecían caer como gotas de lluvia en un reloj de arena que se agotaba demasiado rápido. La hora límite que Uma había establecido para llevarle la varita estaba cada vez más cerca, y la ausencia de los chicos comenzaba a inquietarlas a todas.
Mal rompió el incómodo silencio, su voz cargada de ansiedad: —¿Qué hora es?— preguntó, mirando fijamente a Rouge, como si al saberlo pudiera de alguna forma aliviar la presión.
Rouge, que había estado mirando su teléfono como si este fuera a dar una respuesta mágica, suspiró antes de responder. —Son las once y treinta,— informó en un tono bajo y contenido, como si decirlo en voz alta lo hiciera aún más real.
Mal entrecerró los ojos, tratando de contener su frustración. —Ya tardaron mucho,— murmuró, más para sí misma que para las demás, y comenzó a morderse una uña, un mal hábito que siempre aparecía cuando los nervios le ganaban la partida.
—No deben tardar en venir,— intervino Evie, intentando sonar tranquila, aunque su voz tembló levemente. Su optimismo habitual parecía desvanecerse con cada minuto que pasaba sin ninguna señal de los chicos.
Rouge trató de mantener una fachada de seguridad. No quería añadir más estrés a la situación, aunque en su interior las dudas la estaban carcomiendo. —Seguro ya vienen en camino,— dijo con una firmeza que no sentía del todo. En su cabeza, imágenes de lo que podría haber salido mal se agolpaban una tras otra, cada una peor que la anterior.
Mal comenzó a pasearse de un lado a otro, incapaz de quedarse quieta. Cada paso que daba parecía ser una descarga de su frustración, cada inhalación un esfuerzo por mantener la calma. —Ojalá... no queda mucho tiempo,— dijo con la voz entrecortada, y sus ojos verdes se clavaron en la lejanía, como si esperara que los chicos aparecieran de la nada para salvar la situación.
El silencio se hizo pesado entre ellas, y las tres intercambiaron miradas, buscando en los rostros de las demás algún signo de consuelo. Pero todas estaban atrapadas en sus propios pensamientos, en sus propios temores. La noche, que solía ser un refugio para las mentes inquietas, parecía volverse en su contra, recordándoles con cada segundo que la cuenta regresiva seguía su curso.
