Especial de Halloween

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31 de octubre

SAM

Con cada día que pasa me siento más como un zombie.

Entre la universidad, el trabajo, Leon y las pesadillas, he quedado totalmente drenada de energía; tanto física como mentalmente. Sólo quiero dormir, tal vez por un año entero. Pero no puedo hacer eso, mucho menos hoy.

Es Halloween y, como en cualquier otra festividad, el local está lleno. Al jefe se le ocurrió organizar un concurso de disfraces y al ganador le daremos un par de bebidas gratis. Un ingenioso pretexto para atraer clientela, debo decir.

Desafortunadamente, el hecho de que sea Halloween también implica que todos los empleados estamos obligados a llevar disfraces el día de hoy...

Por supuesto que en mi armario no guardaba ningún disfraz, así que sólo tomé un viejo vestido negro que sólo usé una vez en el funeral de mi abuela, y me lo puse. En la cafetería, el jefe me entregó un sombrero de bruja que tenía para decorar el mostrador, pero que decidió se vería mejor en mi cabeza.

Al menos así no me veo tan mal.

Avanzo entre las mesas, tomando y sirviendo pedidos. Mis pies me están matando y el enorme sombrero que llevo no me deja ver bien por dónde camino, así que mis tareas se dificultan. Me tropiezo en más de una ocasión, pero intento mantener la compostura.

Apenas son las seis de la tarde, pero afuera, en las calles, ya se puede ver a mucha gente disfrazada, no sólo a niños. Recuerdo cuando mi abuela solía acompañarme a pedir dulces, siempre regresábamos a casa con un montón, pero sólo nos comíamos los que eran de miel. Caramelos de miel...

De pronto mis pensamientos se ven interrumpidos, un sonido muy fuerte taladra mis oídos. Los menús que llevo en mis manos caen al piso y me cubro los oídos, intentando proteger a mis tímpanos de aquel chirrido tan horrendo que me produce escalofríos.

Mi vista se nubla. Cierro mis ojos con fuerza mientras el sonido se intensifica. Mi cabeza duele tanto que siento que va a explotar, al igual que mis tímpanos.

El dolor se vuelve insoportable, cada segundo que pasa se siente como una eternidad en agonía. Sólo quiero que pare.

Por favor, haz que pare. Haz que pare. ¡Haz que pare!

—¿Te encuentras bien?

El sonido agobiante termina tan rápido como empezó, llevándose el dolor consigo. Abro los ojos y miro a mi alrededor, aturdida. Ninguno de los clientes parece haber notado nada extraño. ¿Es que acaso no oyeron ese horrible y agudo ruido? ¿O sólo yo lo escuché? A mi lado, Archer, el otro chico que trabaja conmigo en el café, me observa con confusión. Algo más en su mirada hace que me sienta avergonzada. De inmediato comienzo a recoger los menús que dejé caer al suelo con manos temblorosas, me pongo de pie y me obligo a mí misma a recordar que sigo en el trabajo y debo actuar lo más serena que pueda.

Ya luego tendré tiempo de preocuparme por lo que acaba de pasar cuando esté de vuelta en casa.

—Estoy bien. —respondo, con más sequedad de la que esperaba. Rápidamente agrego, para desviar su atención—: Los de la mesa 3 necesitan más servilletas.

Él me pone mala cara y luego desaparece para buscar más servilletas. Suelto un suspiro tembloroso. Dirijo mis pasos al mostrador y me posiciono detrás de él, me enfoco en organizar los menús desde el más brillante hasta el más opaco, en un triste intento por distraer a mi mente de todo lo ocurrido recién.

¿Qué rayos pasa conmigo?

Me pierdo en mis pensamientos una vez más. Ni siquiera noto cuando el jefe nombra al ganador del concurso de disfraces y no me doy cuenta de que se trata del mismísimo profesor Anderson sino hasta que se encuentra frente a mí, del otro lado del mostrador, esperando por sus bebidas gratis.

No sé por qué me incomoda verlo allí, pero al fin y al cabo, sigue siendo un cliente y yo sigo siendo una empleada.

Lo veo alejarse hacia una de las mesas, con sus dos vasos de té helado en mano y su blanca bata de hospital irritando mi vista.

Qué horrible disfraz de médico.

Retratos en la oscuridadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora