Ohm había pensado en cenar solo en la habitación aquella noche, pero la idea de pasar una hora o dos con Fluke Natouch era una gran tentación.
Para justificarse, se dijo a sí mismo que era conveniente vigilarle de cerca. ¿Quién sabía lo que podría hacer cuando se quedase solo? Podría robar la plata o llevarse algún objeto de mucho valor mientras nadie lo mirase o, lo que era aun peor, podría ser un periodista encubierta que se hubiera hecho pasar por fisioterapeuta para entrar en el castillo y conseguir una exclusiva con la que lanzarse a la fama.
Su belleza encubierta no le había engañado en ningún momento.
Probablemente, formaba parte de su estrategia para embaucar a la gente y ganarse su confianza. No iba arreglado, vestía con ropa recatada como si tratara de disimular su figura y llevaba el pelo de un modo aburrido.
Sin embargo, sus ojos eran lo que más le había cautivado. Eran de un color azul pizarra y tenían una expresión velada como si estuviera ocultando algo. Según el dicho, los ojos eran el espejo del alma, pero tenía la impresión de que el alma de el joven Fluke Natouch era impenetrable.
Se sentó en su silla de ruedas automática. Le molestaba tener que usarla. Le hacía sentirse aún más inválido cada vez que escuchaba el chirrido de sus ruedas. Estaba deseando que le quitasen cuanto antes la escayola del brazo derecho. De esa manera, podría desplazarse usando una silla convencional y mantenerse en forma, al menos de cintura para arriba.
Se contempló un instante en uno de los grandes espejos que había en el pasillo, mientras se dirigía al ascensor. Tuvo la sensación de estar viendo a otro hombre. Parecía como si alguien lo hubiera secuestrado y lo hubiera puesto dentro del cuerpo de otra persona.
Sintió un dolor agudo como si llevara clavado un puñal en el pecho. ¿Era así como iba a quedarse para siempre?
No podía soportar la idea de pasar el resto de su vida atrapado en esa silla, soportando que la gente, al pasar, bajase la mirada con aire compasivo o, lo que era aun peor, la apartase como si la visión de su cuerpo le produjera repulsión.
No, él no iba a aceptar una cosa así. Se recuperaría y volvería a ser el de antes. Volvería a andar por su propio pie. Y lo haría como acostumbraba a hacerlo todo: a su manera.
Estaba tomando su segunda copa de vino cuando Fluke Natouch entró en el comedor. Llevaba una camisa blanca de manga larga un par de tallas mayor de la que le correspondía a su figura delgada y esbelta. No llevaba ningún arreglo extra, aunque se había puesto un poco de brillo de labios y un toque de delineador de ojos en sus negras pestañas. Era evidente que tenía mejor aspecto que unas horas antes en la biblioteca. Llevaba el pelo peinado hacia atrás, pero, a la luz de la lámpara del techo, podía ver unos mechones llenos de vida, de color castaño caoba.
–¿Le apetece una copa? –dijo él, señalando la botella de vino que tenía al lado.
–No, no bebo alcohol. Tomaré un poco de agua... Gracias.
–¡Vaya! ¡Un abstemio! –exclamó Ohm en tono de mofa.
Fluke apretó los labios mientras se sentaba a su izquierda. Él contempló sus labios carnosos. ¿Por qué no se había fijado antes en su boca? ¿Tal vez, por la mala iluminación de la biblioteca? Tampoco se había dado cuenta de sus pómulos altos y majestuosos ni de su elegante cuello de cisne y su bonita nariz ligeramente respingona. Tenía unas cejas prominentes y unos ojos profundos que le daban un aire misterioso e intocable. La piel de su cara era tersa y tan blanca como si nunca le hubiera dado el sol.
–No necesito el alcohol para divertirme –dijo Fluke con una mirada de ingenuidad.
–¿Y cómo se divierte usted, joven Natouch?
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Heridas imborrables
Romantizm: Ohm Thitiwat, el conocido millonario y playboy, había vivido siempre al límite. Pero, cuando un accidente lo confinó en una silla de ruedas, al cuidado de un chico cuya belleza lo cautivó, se vio sumido en un estado de rabia y frustración. Acostum...