Ecos en la niebla

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La niebla se extiende sobre las tierras altas como un manto implacable. Envuelve las colinas y baja hasta los caminos estrechos, desdibujando los contornos de árboles y rocas. Hoy, parece más densa, más asfixiante, como si estuviera cargada de secretos que han aguardado demasiado tiempo para revelarse. Mi respiración se mezcla con el aire frío y húmedo, llenando mis pulmones de esa extraña calma inquietante, esa misma niebla que parece susurrar en el silencio.

Los aldeanos hablan, y yo escucho, aunque siempre finja no hacerlo. Es inevitable; los murmullos se cuelan entre los ladrillos viejos de las tabernas y recorren las calles estrechas del pueblo como un susurro de viento. A veces, mientras camino junto a mis damas de compañía —mi sombra permanente—, alcanzo a captar fragmentos de sus conversaciones, susurrados con esa mezcla de terror y fascinación que solo el verdadero miedo provoca. Y aunque mi padre insista en que "perder el tiempo" con la gente del pueblo es impropio para alguien de mi estatus, no puedo evitar que sus palabras me afecten, que se adhieran a mí como la niebla espesa de las tierras altas.

Hablan de los Cambiantes. Seres que toman la forma de aquellos que amamos, pero que esconden algo oscuro, algo que no pertenece a este mundo. Seres que regresan distintos, con una sombra que les pesa en los ojos y una frialdad que gélidamente se desliza en cada uno de sus gestos. Ayer, en una de mis escapadas al mercado, escuché a una mujer de la taberna hablar sobre el carnicero. Su voz, cargada de un miedo casi palpable, me atravesó como un puñal.

—Ya no es el mismo —decía, con el tono de alguien que ha visto algo que no quiere recordar—. La semana pasada, cuando regresó de recoger leña, su mirada estaba... vacía. Ni siquiera respondió a su nombre al principio. Era como si me mirara, pero no me viera. Como si algo hubiera... cambiado.

—¿Y qué hiciste? —preguntó el borracho, inclinándose hacia adelante, su aliento mezclado de alcohol y un miedo recién despertado.

La mujer de la taberna se frotó las manos nerviosamente, mirando a su alrededor como si temiera que alguien estuviera escuchando. —Nada. ¿Qué podía hacer? Apenas si me atrevo a mirarlo ahora. Cada vez que lo hago... siento que esa cosa, sea lo que sea, sabe que lo estoy observando.

—¿Crees que es uno de ellos? —susurró el borracho, sus dedos tamborileando en la mesa, un tic que parecía ir aumentando con cada palabra de ella.

Ella asintió lentamente, su voz temblando. —El carnicero siempre fue un hombre brusco, pero justo. Pero ahora... hay algo en él. Un olor extraño que viene con él, como a tierra mojada y... algo más. Algo que no puedo describir.

El borracho vació su copa de un trago y la dejó caer sobre la mesa con un ruido seco. —Dicen que los Cambiantes no siempre se quedan en silencio. Algunos intentan imitar lo que eran antes, pero lo hacen mal. Como si estuvieran practicando cómo ser humanos otra vez.

—Exactamente. —Ella se inclinó más cerca, su voz bajando aún más—. Una vez, mientras cortaba carne, lo oí... murmurar algo. No era un idioma que yo conociera. Y luego, cuando se dio cuenta de que lo había oído, me miró. Esa mirada... —tragó saliva— no era humana.

El borracho tamborileó más rápido, su rostro cada vez más pálido. —¿Y nadie más lo ha notado?

—Tal vez sí, pero no lo dicen. ¿Qué podríamos hacer? No puedes enfrentar a un Cambiante como si fuera una persona normal. No puedes simplemente gritarle o enfrentarlo. Te romperían en dos antes de que pudieras dar un paso.

Un silencio tenso cayó entre los dos, roto solo por el crujir del fuego en la chimenea y las risas distantes de otros clientes. Finalmente, el borracho habló, su voz baja y ronca: —Dicen que los Cambiantes no vienen solos. Si uno está aquí, otros están cerca.

Los Cambiantes Donde viven las historias. Descúbrelo ahora