Desperté con el peor dolor de cabeza que podía recordar. Mi cabeza palpitaba al ritmo de algún tambor imaginario que alguien golpeaba con saña. La luz tenue de la sala me hizo entrecerrar los ojos y soltar un gruñido bajo mientras me frotaba la cara. Apenas abrí los ojos, noté lo desastre que debía de estar: el pelo revuelto como si una tormenta hubiera pasado por mi cabeza, la camisa arrugada y desabotonada en algunos puntos, y un par de manchas que no reconocí en los pantalones. Definitivamente, no estaba en mi mejor momento.
Sentí algo caliente sobre mí. Una manta. Alana. Claro. Parpadeé un par de veces, tratando de recordar cómo había acabado en el sofá de su casa. Los recuerdos de la noche anterior llegaron en ráfagas: el bar, las risas, las fotos de su hijo, y luego el momento en que decidí que no quería volver al hotel. ¿Qué le había dicho exactamente? Algo sobre no querer enfrentarme a la habitación, a Fyodor, a todo?
—Buenos días, dormilón. —La voz de Alana me hizo girar la cabeza. Estaba de pie en la puerta del salón, con una sonrisa tranquila y un café en la mano. Parecía fresca, como si no hubiera tocado una gota de alcohol la noche anterior.
Yo, en cambio, sentía que me habían arrastrado por la arena, golpeado contra las olas, y luego arrojado a la orilla sin piedad. Apenas gruñí una respuesta.
—Son las seis de la mañana. Tengo que ir a trabajar. Si quieres, puedo llevarte al hotel de camino. —Su voz era suave, pero había una pizca de diversión en ella, probablemente disfrutando de mi estado lamentable.
Me pasé una mano por el pelo, tratando de domarlo, pero estaba claro que no había mucho que hacer. La resaca era como una niebla espesa, envolviendo mis pensamientos y ralentizando mis movimientos.
—Vale... sí, perfecto. —Mi voz sonaba ronca, como si hubiera pasado la noche gritando en lugar de durmiendo.
Alana desapareció un momento mientras yo me incorporaba con dificultad. El sofá, que la noche anterior parecía tan cómodo, ahora me recordaba lo mucho que mi cuerpo había añorado una cama real. Solté un largo bostezo mientras me ponía de pie, tambaleándome un poco. Mi cabeza seguía martilleando, y la sed en mi garganta era insoportable.
Poco después, Alana regresó con las llaves del coche en la mano, lista para irse. Me miró de reojo mientras yo trataba de ajustar mi camisa.
—Pareces una auténtica joya esta mañana. —Dijo con una sonrisa divertida.
Le respondí con un resoplido y una mirada que intentaba ser seria, aunque probablemente solo parecía más cansado. Salimos de la casa y nos subimos al coche.
El trayecto al hotel fue tranquilo, envuelto en un silencio cómodo. Alana encendió la radio, dejando que una canción suave llenara el aire mientras yo miraba por la ventana, tratando de concentrarme en cualquier cosa que no fuera el dolor en mi cabeza. Las calles de Honolulu estaban tranquilas a esa hora, bañadas por los primeros rayos de sol. El amanecer pintaba el cielo de tonos cálidos, pero yo apenas tenía energía para apreciarlo.
De vez en cuando, bostezaba, y cada vez que lo hacía, Alana me lanzaba una mirada fugaz de reojo. No dijo nada, pero pude notar la pequeña sonrisa en sus labios. Finalmente, cuando llegamos al hotel, me giré hacia ella.
—Gracias por traerme y por soportar mis lloros. Y buena jornada, Alana. —Intenté sonar normal, aunque mi voz seguía algo apagada por el cansancio.
Ella asintió con una sonrisa más amplia esta vez.
—De nada. Intenta no morirte hoy, ¿vale?
Me reí entre dientes y me bajé del coche, despidiéndome con una ligera inclinación de cabeza. Mientras ella se alejaba, me quedé un momento de pie frente al hotel, respirando profundamente. Quizás el aire fresco ayudaría a despejarme.
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📚Bajo la sombra de la razón📚
FanfictionA veces las promesas hechas en la infancia no se olvidan, sino que se quedan suspendidas en el aire, esperando el momento adecuado para resurgir. Nikolai tenía solo ocho años cuando dejó Rusia, llevándose consigo el recuerdo de un amigo mayor que...