El silencio de la biblioteca era casi absoluto, roto solo por el ocasional crujido de las sillas de madera y el suave roce de las páginas de los libros. Mi mesa estaba en una esquina, casi escondida, lejos del resto de los estudiantes. Tenía un par de horas encerrado entre libros, tomando apuntes y subrayando como si mi vida dependiera de ello. Era absurdo, lo sabía, pero llenarme de trabajo era la única forma de mantener mi mente ocupada.
Estaba preparando un examen importante que tendría en unos días, y de paso, avanzaba con mi trabajo de fin de grado. Al menos, eso me decía a mí mismo. En realidad, más que avanzar, estaba en piloto automático, apenas consciente de lo que hacía. Mi mente divagaba constantemente, aunque intentaba fingir que no. Las sombras estaban siempre ahí, esperando.
Cerré el último libro con un suspiro largo y miré mi reloj. Las agujas señalaban que eran más de las ocho de la noche. Otra vez tarde. La biblioteca comenzaba a vaciarse, y la sensación de soledad se hacía más evidente. Guardé mis cosas con lentitud, como si postergar el regreso a casa pudiera evitar que la oscuridad volviera a apoderarse de mí.
Al salir al campus, el aire fresco de la noche me golpeó. Caminé despacio, disfrutando de la tranquilidad del lugar. Las farolas iluminaban los senderos de forma tenue, creando sombras alargadas que parecían moverse a cada paso. Era un poco tarde para que alguien más estuviera por ahí, pero cuando giré una esquina, lo vi.
Sigma.
Estaba caminando con su mochila al hombro, con la misma actitud despreocupada de siempre. Su cabello plateado brillaba bajo la luz de las farolas, y por un momento, no supe si estaba imaginándolo o si realmente estaba ahí. No lo había visto desde aquella conversación con Fyodor en la cafetería, pero, al parecer, la vida seguía como si nada hubiera pasado.
Cuando me vio, levantó la mano para saludarme, con esa sonrisa tranquila que siempre llevaba.
—¡Nikolai! —me llamó, como si simplemente fuera un día cualquiera.
Mi saludo fue automático, casi mecánico. Pero mientras me acercaba, las imágenes de Fyodor con la mejilla roja se filtraron en mi mente. Algo se encendió dentro de mí, algo que no sentía desde hacía tiempo: una chispa de rabia, de vida, de algo más que el vacío.
No dije nada al llegar frente a él. En lugar de eso, levanté la mano y le di una bofetada rápida, pero suficientemente fuerte como para que su rostro girara hacia un lado.
El sonido resonó en el silencio de la noche, y Sigma parpadeó, completamente atónito. Se llevó la mano a la mejilla, tocándola con incredulidad.
—¿Qué demonios te pasa? —preguntó, mirándome con los ojos abiertos de par en par.
—¿Qué demonios me pasa? —repetí, cruzándome de brazos—. No, Sigma, ¿qué demonios te pasa a ti? ¿Por qué le pegaste a Fyodor?
Su expresión pasó de la sorpresa a la confusión, y luego a una mezcla de incredulidad y, para mi sorpresa, diversión.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando?
—Claro que sabes de qué hablo. —Lo señalé con un dedo, sin molestarme en bajar la voz—. Le pegaste a Fyodor. Quiero decir, claro que se lo merecía, es un idiota y gracias por eso, pero esa preciosa piel blanca no merece tener ningún golpe.
Sigma parpadeó, completamente desconcertado, como si estuviera intentando procesar mis palabras. Luego, algo en su rostro cambió. Su confusión dio paso a una expresión que no entendí del todo al principio, pero cuando una sonrisa comenzó a extenderse por su cara, lo supe: estaba feliz.
—Sigma, ¿por qué demonios estás sonriendo? —le espeté, dando un paso atrás.
Pero no respondió. En lugar de eso, cerró los ojos y soltó una risa suave, como si hubiera escuchado el mejor chiste del mundo. Antes de que pudiera detenerlo, me envolvió en un abrazo repentino, apretándome con fuerza contra él.
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📚Bajo la sombra de la razón📚
Hayran KurguA veces las promesas hechas en la infancia no se olvidan, sino que se quedan suspendidas en el aire, esperando el momento adecuado para resurgir. Nikolai tenía solo ocho años cuando dejó Rusia, llevándose consigo el recuerdo de un amigo mayor que...