VEINTIOCHO

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A DONDE VOY — COSCULLUELA, DADDY YANKEE

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A DONDE VOY — COSCULLUELA, DADDY YANKEE.

Cada vez que me la
encuentro, termino grave

Es imposible hablar con
ella sin que me trabe

Dice que soy el que tiene
la llave

Su mirada impacta,
medidas exactas

De los pies a la cabeza la
muñeca intacta



NARRADOR OMNISCIENTE

ENZO DORMÍA plácidamente sobre el pecho de Antonella, con sus respiraciones tranquilas, y su mente también.
Ella lo único que hacía era recordar el estado en el que vio a Enzo. Había sido como un viaje al pasado, lo cual, no le gustaba demasiado.

El morocho se movió en la cama, dirigiendo inconscientemente su mano al pecho izquierdo de Antonella. Ella solamente suspiro, liberando esa tensión que hace meses tenía dentro de ella. Era esa tensión sexual que ella y Enzo siempre habían tenido, que siempre habían compartido.

Enzo volvió a moverse, pero ahora llevando su cabeza al hueco del cuello de Antonella.
El calor que sus cuerpos desprendían hacía que todo fuera un poco más denso, Antonella suspiró pesadamente, sacando los pensamientos que en ese momento se le pasaban por la mente.

Enzo susurraba cosas sin sentido, hasta soltaba suspiros de la nada, parecía que claramente estaba teniendo algún sueño raro.

Antonella lo miró de reojo, con una mezcla de ternura y deseo, ese deseo que solo él podía despertar en ella. Su pecho subía y bajaba constantemente, con una rapidez que ella no podía controlar, y su respiración empezaba a entrecortarse por el roce de Enzo. Cerró los ojos por un segundo, intentando calmarse, pero cada movimiento de él parecía querer jugar con su autocontrol.

El morocho soltó un susurro más claro esta vez. Algo que sonó como un nombre, entremezclado con una risa breve. Antonella sintió un golpe en su pecho. ¿Estará soñando conmigo? pensó, sin poder evitarlo. Ese tipo de cosas la desarmaban. Enzo tenía esa capacidad de meterse dentro de ella de otra manera.

Pero no era solo su ternura lo que la perturbaba. Era la forma en que el contacto, incluso involuntario, hacía arder su piel. Antonella sintió su propio cuerpo tensarse cuando la mano de Enzo, todavía perdida en sus sueños, se deslizó lentamente de su pecho hacia su cintura. Un contacto casual, quizá, pero en ella despertó un torbellino de emociones.

— Despertate, Enzo— murmuró, aunque su tono carecía bastante de convicción.

Él respondió con un gruñido bajo, todavía dormido, hundiendo más el rostro en el cuello de ella. Antonella mantuvo el aliento por unos segundos. Era una lucha interna: por un lado, el deseo de que ese momento se prolongara, de rendirse a lo que su cuerpo pedía a gritos; por el otro, cruzar nuevamente una línea muy peligrosa.

PECADO      | Enzo Fernández Donde viven las historias. Descúbrelo ahora