Los hermosos corceles negros levantaban el polvo con su galopar. A su paso, chapotearon en el agua dulce con sus pezuñas, perturbando la calma superficie, que brillaba en tonos dorados y mieles. Los hábiles jinetes procuraban no mojarse, debían estar presentables. Eran un grupo de unos diez hombres.
Los presidía un hombre de barba café, fieros ojos verdes y contextura fuerte, con un abrigo de piel de oso. Atravesaron un espeso bosque, abundante en pinos y robles, esquivando las ramas que se interponían en su camino.
La muralla del castillo se vislumbraba lejana aún, y el sol ya comenzaba a ocultarse tras el valle, regalando sus últimos rayos de luz al atardecer. El hombre le ordenó a los demás caballeros que se detuvieran, y haló las riendas del caballo que montaba para que detuviera su galope. Los demás hicieron lo mismo. Los caballos relincharon, y su voz hizo eco en cada rincón del intrincado ramaje.
Los hombres se apearon de los corceles, y tomaron sus riendas para llevarlos a buscar un arroyo donde pudieran refrescarse y tomar. Caminaron varios metros, y el sol, poco a poco, dejó de iluminarles el camino, haciendo que las ramas a su alrededor parecieran cadavéricos dedos extendidos en la oscuridad de la noche.
Cuando por fin encontraron el arroyo, la luna resplandecía en el cielo estrellado, y el arroyo reflejaba sus halos de luz plateada sobre su superficie, tratando de igualar al astro en belleza.
Arrojaron puñados de agua en sus caras, y sorbieron el agua de entre sus dedos, suspirando de alivio. Llenaron sus odres vacíos con agua fresca. Luego colocaron a los caballos al borde del arroyo para que bebieran el líquido, y se alejaron a hacer una fogata para protegerse del frío de la noche.
- ¿Cómo pudieron enviar a una mujer al ejército? -gruñó el líder, al tiempo que tomaba asiento alrededor de la fogata-. Eso sin duda no es jugar limpio.
-Su Majestad, ¿qué va a hacer al respecto? -inquirió el primer ministro, curioso.
-Es una decisión difícil. El oro en las minas de Suik debe ser nuestro, pero ese perro del Capitán mató a Plíneo. Y tuvieron que darse una tregua, porque ellos también eran menos. No sería justo que un batallón de casi quinientos hombres luchara contra uno de apenas doscientos. Pero, esa mujer...esa mujer fue una piedra en el zapato. -Suspiró, llevando el dedo índice a su barbilla.
El rey se quedó callado largo rato, pensando y pensando. Buscó en una bolsa su alimento, y comenzó a comer. Los demás también le siguieron, el hambre los estaba matando. Las luciérnagas se posaron sobre el arroyo, iluminando con su hermosa luz dorada la cara de los hombres. Su líder sacó un gran odre, rebosante en vino, y se lo pasó a los demás caballeros para que también bebieran.
-Creo que ya llegué a una conclusión. Si Orus y Kyram unen a sus herederos en matrimonio podremos saldar nuestras deudas. A ambos reinos le tocará la riqueza por igual, y acabaremos con esta absurda guerra.
El gran portón retumbó. Alguien había chocado la manija contra la madera, esperando entrar. En su habitación, Kelian pudo escuchar que llamaban a la puerta del castillo. Se levantó, dando un respingo, y aún con su túnica de dormir, se asomó por la ventana. Contempló el paisaje, con el ceño fruncido, y al ver hacia el suelo, vio un gran séquito de hombres a caballo, comandados por un caballero de pelo castaño.
-Darian -murmuró para sí.
Se apresuró a colocarse su mejor túnica, y sus mejores zapatos. Buscó una llave para abrir la caja dorada con el blasón del reino impreso, donde guardaba su corona y la de su esposa. La colocó con cuidado sobre su cabeza, y volvió a ver por la ventana. Ahí seguían los hombres. Tomó su espada forjada en plata, y la amarró a su cinto.
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The Crying Game (The Games #1) #Wattys2016
FantasyEn plena guerra con el reino enemigo de Orus, una terrible noticia ensombrece al reino de Kyram: Alyr, la princesa, ha enfermado gravemente. La existencia de la corona de Kyram pende de un hilo, junto con la ya debilitada vida de la princesa. Al vis...