Llegamos al campamento por el mediodía. Era una pequeña parada que haríamos por sólo dos horas antes de ir a Ámsterdam donde la verdadera guerra se desarrollaba en su pleno apogeo. Ese mismo día encararía a la muerte.
El capitán nos explicó entre órdenes agitadas, y caladas de cigarrillo que la toma de Ámsterdam era un factor decisivo para determinar el resultado de la guerra en los países bajos. El plan consistía en lo siguiente: Era un ataque nocturno a la ciudad, donde los Nazis merodeaban con la guardia baja, confiados en que los ingleses tardarían por lo menos tres semanas más en conseguir refuerzos y atacarlos. Para aquel entonces, esperaban que el canciller les mandase apoyo, u ordenara la retirada.
—Ellos esperan la retirada —aseguró el capitán Villiers, con una sonrisa victoriosa—. Pero nosotros los obligaremos a retirarse más temprano.
Como es natural, todo el escuadrón aprobó esta idea con murmullos y asentimientos, inclusive yo. ¿Qué otra opción teníamos?
Comimos de manera ávida en una de las muchas tiendas, a decir verdad yo sentía aquello mi última cena. Bertie por su parte se dedicaba a observar con verdadero interés el entorno que lo rodeaba, mientras que Roy hacía temblar el cuenco de la sopa desabrida entre sus manos. Yo observé su palidez, e intenté sonreírle.
—Vaya estilo de comer —le di un codazo amistoso.
—Jódete —replicó, en un susurro.
—Sean positivos —interrumpió Bertie—. Si piensan sólo en lo bueno, puede que hasta se diviertan y aprendan algo.
—Claro —musité, sarcástico.
Bertie me sonrió. Era increíble cómo podía mantener el buen humor y la calma ante la tempestad que se avecinaba. Suspiré, y unos instantes después, un par de soldados con los rostros manchados de sangre reseca, ropas desgarradas y con varias vendas en su cuerpo entraron a la tienda cargando una camilla. Al momento, varias enfermeras se acercaron a ver al herido. Y sin saber porque, yo también. Llegué justo en el momento en que retiraban la sabana empapada de rojo del rostro del chico.
Y juro que no debí haber visto aquello.
El chico debía tener más o menos mi edad, tenía el rostro irreconocible debido a la sangre. Pero lo que lo hacía morboso ante todos nosotros era el impacto de bala que había recibido en la cabeza, justo entre los ojos. Fue un disparo tan certero que le había volado el cráneo, dejando toda su masa encefálica al descubierto, y varios pedazos de sesos pegados a su frente. El médico de la unidad se acercó por fin, y le examinó de manera atenta aunque ya estuviera muerto.
—Que lo pongan con los otros —dijo fríamente, después de unos segundos—. Busquen si tiene parientes, y sí no, al hoyo con los demás.
Las enfermeras se alejaron para cumplir sus órdenes. Yo no pude más. Me alejé de ahí y caminé hasta el árbol más cercano donde vomité. Vacié mi estómago al mismo tiempo que la imagen del soldado se hacía más y más nítida en mi memoria. Sus ojos vacíos sin vida, veían sin ver, y cuanto más recordaba más se distorsionaba la imagen que tenía de él, al punto de que podía jurar que había visto un campo de batalla en su frío iris color verde.
Durante unos minutos, cuando había parado el vómito, pensé que no podría existir nada más cruel e infame que un diagnostico frío y una volada de sesos. Pero más adelante me enteré de que si lo había. Y mucho peor.
Partimos a Ámsterdam a última hora de la tarde más de mil hombres y medio centenar de enfermeras, para poder entrar en la ciudad con más cautela. El sol se ocultaba entre colinas presidiendo el espectáculo varias nubes que, gracias a la luz se iluminaban de todos los colores, y en especial, de un rojo sangre que se extendía mucho más lejos del horizonte que teníamos frente a nosotros.
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Lo que dicen los muertos.©
Historical FictionEn el día que sería el más feliz de su vida, Edgar Rivas, un lacónico alumno de Harvard a punto de culminar sus estudios, sufre un severo accidente donde pierde la vida. Sin embargo, gracias a la ayuda de su ángel guardián, le es concedida una oport...