»Capítulo 24

330 25 5
                                    


— ¡Ah! —Exclamó Derek Müller al verme entrar, como todos los días, a su despacho—. Muy bien, te puedes retirar Ernest, pero no demasiado lejos en caso de necesitarte.

—Sí, señor.

El oficial que me guiaba cada día a Auschwitz I, cerró la puerta con fuerza. Solté un suspiro pequeño, fijando mi mirada en la botella de Whisky nueva que llevaba en la mano. Él era más que un alcohólico, y sí seguía vivo era porque Dios lo había puesto ahí para llevar a cabo mis planes. No era casualidad, lo podía sentir en mi pecho.

—Hola, Edgar —me saludó con un español mal entonado, y alargando las erres de forma innecesaria—. ¿C-cómo es-estás? —No pude evitar sonreír al escuchar aquella pregunta, pero antes de responder, habló de nuevo en inglés: —. No me respondas, porque no me importa. Siéntate.

—Derek —tomé asiento—, llevamos como quince lecciones y te va de maravilla —dije, sin saber cómo empezar la charla—. Por lo mismo, me gustaría dejar ese tema de lado hoy.

Derek había comenzado a llenarse el primer vaso de la tarde. Cuando me escuchó, la botella tembló en sus manos y derramó algo del líquido en su escritorio. Hizo una mueca, pero sin limpiarlo o enojarse, me vio con fijeza, al parecer sorprendido de que me hubiera atrevido a decir algo que no perteneciera al tema de las clases de español.

— ¿De qué podríamos hablar tú y yo? —inquirió. Sus ojos brillaron, y tuve que amarrarme los pantalones para mantener la próxima conversación.

— ¿Por qué bebes tanto? —Pregunté—, las personas felices, como tú con un cargo majestuoso, poder, riqueza, y bienes no deberían de malgastarse bebiendo, ¿no crees?

Sonriendo irónico, siseó:

—Tú lo has dicho. ¡Yo soy mi propio jefe! Y sí quiero empinarme quinientas botellas, lo hago. Eso no depende de mi estado económico o sentimental —dio un trago al Whisky, y me apuntó con el vaso—. No te metas en terrenos desconocidos. No tientes tu suerte.

—La tiento, porque no tengo opción, Derek... Debes escucharme...

Con ojos destellantes de ira, Müller saltó de su silla y con temblorosas manos me sujetó de la camisa. Me atrajo hacia él con fuerza, tirándome casi encima del escritorio. Solté un grito ahogado más que de miedo, de sorpresa por la súbita reacción.

— ¡No tengo porque escuchar a un maldito yankee! —Me escupió la frente, y arrugué el ceño—. ¡Por tú culpa y la de tus estúpidos amigos todos terminamos en ésta situación! ¡No tengo porque oírte, y no me puedes obligar!

Con la voz temblando, me limité a decir:

—La verdad es dolorosa, pero es preferible a vivir en mentiras —Me topé con la mirada de él, encendida y llena de una extraña mezcla de dolor y agonía. Me soltó de la camisa después de unos instantes, pero segundos después un potente puño chocó contra mi mandíbula, haciéndome tambalear y caer al piso.

Mi labio se había abierto. Sangraba. Lo supe cuando tragué saliva y saboree el amargo sabor de la sangre caliente. Derek se había tumbado en su silla, y oculto el rostro entre sus enormes manos que parecían manoplas de béisbol. Suspiré en silencio, limpiándome la sangre con la manga de la camisa, de forma brusca, y me levanté pesadamente. Afuera, las secretarias reían por comentarios que me eran desconocidos por completo, pero que no contrastaban para nada con la imagen del hombre que tenía enfrente.

Con el miedo golpeando mis instintos, me animé a poner una mano sobre el hombro ancho de Derek. Él no se inmutó, y no lo haría sí no era yo, de nuevo, el valiente que abría la herida para sanarla.

Lo que dicen los muertos.©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora