Despreciable. Esa es la palabra para describir el viaje al que fuimos sometidos. Tenía mucha suerte aquel que caía desmayado por las condiciones caóticas que el vagón prestaba a todos sus pasajeros. Roy fue uno de los que cayó dormido por inanición. Odiaba que tuviera esa condición tan débil, acaso, ¿No era hijo de un millonario o algo así? Debió de haber comido mejor que cualquiera de los que estuviéramos ahí.
Los primeros días las personas desvariaban. ¿Quiénes eran? ¿Dónde estaban? La falta de comida producía que sus cerebros llenos de miedo comenzaran a borrar el casete que con tanto esmero habían llenado al pasar de los años. La sed era abrasadora. La sed era su enemiga, junto al hambre que parecía aliarse con los malditos de la S.S. Ellos nos daban agua, pero a cambio había que entregarles joyas, dinero, ropa. Pero esta agua no era suficiente para los setenta pasajeros que sufrían de la encarecida sed a pesar del frío. Gracias a los cielos, nosotros encontramos una manera de abastecernos; por la pequeña ventana sacábamos los dedos y raspábamos el hielo que se formaba en el techo del vagón, lo derretíamos y obteníamos oro líquido para nuestros cuerpos.
Claro que el agua no solucionó todos nuestros problemas. Había gente de todas clases, y había tanto enfermos como sanos. Los niños más pequeños comenzaron a acontecer de violentas fiebres, los ancianos presentaban signos de disentería, los médicos no podían dar abasto para todos debido a que no había medicamentos en el vagón. Otro tipo de enfermos que se presentaron después del quinto día fueron los locos. Los que habían perdido todo y con ello la razón. Gritaban, deliraban, hablaban solos. En lo particular estos enfermos pusieron mis nervios de punta más que cualquier enfermedad. Quizás lo más terrible para mi fueron las condiciones de higiene. Con ello, la falta de baños era la calamidad más grande. Las personas hacían sus necesidades en medio del vagón, así sin más. Cuando este asunto comenzó, fui de los primeros en lanzarme a la ventana a vomitar. Sé que parecía un idiota por donde quiera que se me mirara. Habría problemas mayores al llegar al campo, lo sabía, pero era sensible. No lo podía cambiar, por más mierda que oliera, o hambre que soportara. Seguiría siendo el mismo alumno de Harvard, aunque en aquellos momentos no me sintiera como tal.
Aunque viajando en ese tren de pesadilla no podía sentir nada. Mi condición física se deterioraba, pero no podía notarlo. Sólo las emociones tenían lugar para mí. Quise volverme insensible todo ese periodo de tiempo, e ignorar al resto. Hubiera dado mil relojes de oro por ver con total indiferencia cuando uno de los que viajaban con nosotros cerraba los ojos de sus dos hijos y los de su esposa, muertos todos por fiebre. Pero lo vi, y tuve que morderme con fuerza para no llorar. Ser fuerte era lo único a lo que podía aferrarme, porque yo era la esperanza de Roy, de Helena inclusive. Bertie permaneció impasible junto a mí, posando su mano enorme y cálida en mi hombro. Dándome apoyo. Aunque quizá era el que menos lo necesitaba.
Después de días enteros. Tantos, que mi mente decidió dejar las cuentas para otro día, el tren se detuvo. Las personas que no estaban muertas en el piso, se miraron entre sí, nerviosas. Las imité, fijando mi vista en Bertie. Sólo asintió. Sabía lo que significaba: Era hora de bajar. Era hora de enfrentarse al destino.
—En cualquier momento nos sacaran de aquí —les dije a Roy y Helena, que sentados contra la pared del vagón, miraban al infinito. Ambos cansados, y su rostro teñía signos fúnebres que me preocupaban bastante.
— ¿Crees que nos maten? —preguntó Roy.
—Espero que no —le respondí.
—Yo... Sólo quiero que esto termine.
—Entonces no les des un motivo para que te hagan daño.
El silencio regresó. Me crucé de brazos: La espera parecía interminable. Helena se puso de pie en algún momento que me fue desconocido, se acercó a mí, y me obsequió un beso en la mejilla. Su aliento quemaba, estaba fatigada más que cualquiera de los cuatro. Me sentí mal, muy mal, pero ¿Qué podía hacer yo? ¿Arrancarme un pedazo de brazo y dárselo para que almorzara? No, no, no.
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Lo que dicen los muertos.©
Historical FictionEn el día que sería el más feliz de su vida, Edgar Rivas, un lacónico alumno de Harvard a punto de culminar sus estudios, sufre un severo accidente donde pierde la vida. Sin embargo, gracias a la ayuda de su ángel guardián, le es concedida una oport...