»Capítulo 11.

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Confiné mis miedos en mi pecho mientras todos estuvieran despiertos, y en vez de dedicarme a pensar en lo que vendría, decidí alejarme de la tropa para sentarme contra uno de los frondosos troncos que estaban ahí. Me abracé las rodillas y hundí mi cara en ellas; el frío en aquel país era demasiado cruel, y en aquel momento lo era tanto que tenía que sujetarme con fuerza para no tiritar.

No quería averiguar lo que ocurriría al nevar.

—Edgar, ven a comer. Pronto tendremos que apagar el fuego.

Salí de mi ensoñación y vi a Bertie que sostenía un cuenco en sus manos. Fue entonces que me percaté de toda el hambre que tenía. Sin responder, me levanté y me acerqué al fuego que chisporroteaba con gran tranquilidad; alrededor de él, todos se encontraban sentados. Observé con cuidado cada rostro y finalmente me detuve en el del único niño que sobrevivió de los dos; se abrazaba con fuerza al cuerpo de Helena mientras le daba de comer. Bertie me contó que el otro niño fue alcanzado por una bala antes de entrar en el bosque. Hice una mueca, pero sin decir nada, comencé a engullirme la sopa.

La sopa me sabía a gloria. Los demonios internos se apagaron poco a poco conforme el sabor casi insípido de aquella comida se adentraba dentro de mí. Con cada cucharada mis recuerdos despertaban, al final lograron traer de regreso conmigo por un momento a mi abuela, quien me había cuidado cuando era pequeño. Ella, al ver que llegaba triste a nuestra pequeña casa de madera allá en México, no perdía tiempo y con su bastón caminaba lo más veloz que podía hasta la cocina. Yo me sentaba en el comedor, sintiendo estúpidamente que la vida no valía ni cinco centavos, pero mi abuela llegaba y me demostraba lo contrario con un plato caliente y humeante de su sopa casera. Con la primera cuchara el enojo bajaba un poco, y ya a la tercera ni recordaba el motivo de mi melancolía.

—Cuando sientas que todo se viene abajo —decía en español, mientras me veía comer—. Sólo come un poco, y bebe un poco, porque, hijito mío, los sabores son los que reaniman los sentidos y te devuelve la alegría.

Así fue como en aquél bosque, en medio de varios desconocidos, con frío, dolor, y mucha desesperanza, mi abuela me abrazó. Quizá no de manera literal, pero lo hizo. Y me sentí un poco mejor, e inclusive, el panorama se ablandó a modo de que la tristeza no me hundiera por completo.

—Rivas, Carter —dijo de pronto el capitán—. Ustedes comenzarán el primer turno. Permanecerán despiertos hasta las tres, después Peters y Griffin continuarán vigilando hasta el amanecer.

—Sí, señor —respondimos al unísono James y yo.

—Bien —el capitá se levantó y se dirigió a todos—. Ésta noche su primordial enemigo será el frío. No hay mucho que saber de él más que; es mordaz, es maligno, y es letal, por lo que deberán cubrirse muy bien con las mantas que les daremos. En estos momentos, Griffin y el teniente Peters están terminando de improvisar una tienda de acampar con varias mantas, pero no será suficiente. Si alguno despierta con dolor en sus extremidades, no dude un segundo en alertarnos. ¿Está claro?

Todos respondimos de forma afirmativa.

—La hoguera se apagará. No podemos correr ningún riesgo —añadió—. Señoritas, vayan a la tienda y lleven con ustedes a los niños.

—Sí, señor —dijeron Helena y su compañera. Ellas se acercaron a los pequeños y de manera amable los llevaron a la tienda.

—Carter, Rivas... Sí ven algo sospechoso no duden en disparar. Pero no malgasten municiones, y tampoco delaten nuestra posición por nada —nos advirtió—. No se olviden de apagar la hoguera. Buenas noches —y se fue.

Lo que dicen los muertos.©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora