»Capítulo 21.

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Durante todo el mes de Enero hicimos lo mismo, por lo que lo novedoso se rebautizó como rutina dando paso al cansancio y el aburrimiento. Con Roy, Bertie, y nuestro nuevo amigo pasábamos la mayoría del tiempo en esplendoroso silencio. En los canales donde trabajábamos era obligatorio trabajar sin hacer uso de la lengua, pero como pronto todos en el barracón nos conocimos, en nuestros ratos libres las charlas eran ardientes e incluso, impropias.

Éramos muchos. Pero conocí a los más distinguidos personajes, aunque fuese de nombre. Estaba por ejemplo, un famoso cantante de ópera llamado Faustin Romanovich, que había terminado ahí por haber hablado mal del nazismo, y por no haber adoptado tal política fue deportado; también conocí a Enzo Benedetti, un anciano, muy anciano profesor italiano que dominaba más de siete idiomas, estaba ahí por ser judío. Todos lo conocíamos porque constantemente tendía a hablarnos de que conocía a Mussolini. A varios nos causaba algo de lástima, puesto que sus comentarios a veces rayaban en la demencia.

Pero el personaje más singular del lugar (además de Bertie por su color de piel) Era Aleksei Petróv. Un hombre de sesenta años, originario de Rusia. Serio, rudo, bastante maduro. No hablaba con nadie, y odiaba cualquier tipo de compañía. Pero a pesar de su carácter agrio, era noble de corazón; su catre lo había cedido a un señor para que éste lo usara. Cuando el profesor Benedetti se quedaba sin cenar él le cedía su comida sin quejas, y sin esperar las gracias del anciano. Él me llamaba la atención porque en su mirada marrón había oculto algo que yo me conocía de memoria, más no me atrevía a preguntar.

Llegamos a principios de Febrero con la existencia bastante magullada. A pesar de que trabajábamos a buen ritmo, y de que habíamos logrado superar las expectativas basadas en la tasa de mortalidad, el peligro era latente. Cada día, había siempre un recordatorio para advertirnos que no estábamos a salvo.

El más turbulento ocurrió el primero de Febrero, después de la selektion. Roy, Niko, Bertie y yo habíamos logrado pasarla. Pero hubo varios de nuestro barracón que su condición física había sido tan deteriorada que apenas los reconocíamos. Ellos eran llamados por los Nazis como "musulmanes" Personas sin alma que se movían de forma automática. No comían, no bebían, y sólo esperaban en silencio la hora de su muerte. A ellos les tomaban su número, y al día siguiente se los llevaban. Nunca más los volvíamos a ver.

Pero la mañana después, yo y todos los que coexistíamos en la bodega los volvimos a ver. Ese día no fuimos a los canales, sino a un lugar totalmente limpio de mano de obra. Estaba solo. Las órdenes del Herr Komandant fueron "cavar". Sólo cavar. Obedecimos, cavando sin un lugar específico marcado. Al final de la jornada hubo un hoyo bastante amplio. El herr Komandant nos ordenó detenernos antes de las tres. Y aunque estábamos alegres porque el turno había terminado temprano, la alegría se esfumó al ver a más compañeros acercarse con carretillas. Esas carretillas transportaban cadáveres. El Herr Komandant gritó algo en alemán, y le pedí a Bertie la traducción.

—Dijo: ¡Todos al hoyo! —me murmuró.

Los hombres vestidos a rayas obedecieron. Tiraron los cadáveres en el hoyo que entre mis compañeros y yo habíamos cavado.

— ¿Qué van a hacer? —preguntó Roy.

—No sé —mentí.

Era bastante obvio que se les había pasado la mano en las cámaras de gas. Había hornos gigantes, pero al parecer habían abusado del Zyklon B. Al principio creí que serían escasas diez personas las que terminarían ahí. Pero los minutos pasaron y el desfile de carretillas se volvió interminable. Nuestro gigantesco hoyo terminó lleno de cadáveres desfigurados por el miedo. Hombres, mujeres, de todas las edades se apilaron como basura. Y cuando el último niño fue tirado, el Herr Komandant ordenó incendiarlos.

Lo que dicen los muertos.©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora