Hubiera caído desmayado como era típico en mí cada vez que el estrés subía hasta mi nuca y presionaba mi cerebro al punto de que mis oídos zumbaran. Pero en vez de eso me incliné hacía Roy y con un acento de terrible angustia, murmuré:
— ¿Te puedes levantar?
—Me duele —dijo, apretando los ojos.
—Sí, me lo imagino —respondí, apurado viendo hacía el bosque, esperando ver a los Nazis en cualquier momento—. Vamos, arriba, podemos llegar al refugio.
—Edgar, creo que... Creo que...
—Cállate —de forma brusca tomé el brazo sano de Roy y comencé a tirar de él; pero era inútil. Roy no cooperaba.
—Roy, vamos a morir sí no mueves tú trasero.
—De todas formas, he de morir...Huye, sálvate tú.
Buen chiste, Roy. Muy buen chiste.
Una parte de mí comenzó a resignarse a morir acribillada ahí, pero más del setenta por ciento de mi cuerpo odiaba en aquel momento a Roy Williams. Tenía herido el brazo, sí, pero no el espíritu, y mucho menos las malditas piernas. Podría correr pero, ¿De que serviría? El chico enclenque era quien me mantenía atado a la vida.
Sin embargo, el destino al parecer ya satisfecho de habernos hecho sufrir por tanto, nos envió ayuda. Bertie apareció justo cuando los alemanes se oían a menos de medio minuto de camino.
— ¡Rápido, al hoyo! —susurró gritando, si es que eso puede ser posible.
—Pero, Roy...
— ¡Muévete!
Lo obedecí. Corrí la distancia que faltaba y me barrí en la tierra entrando en aquel hueco, golpeándome en el intento. Me acomodé lo mejor que pude para así dejar espacio para ellos. Al ver la escena, vi a Bertie corriendo hacia mí con Roy en brazos. Observé que la sangre del rubio manchaba el uniforme de él.
Y fue en aquel momento crítico cuando comencé a entender la presencia de Bertie en mi vida, y me refiero a la presencia física. Porque yo jamás habría podido cargar el peso de Roy, más que por falta de fuerza, por los temblores que acarreaban a mis extremidades debido a los nervios. No sabía mantener la cabeza fría en aquellas situaciones, cosa, que era muy estúpida de mi parte.
Cuando Bertie se colocó frente a mí, dejó el cuerpo de Roy en la entrada, y siseó:
—Acomódalo. Te cuido desde el otro lado.
Asentí, sin saber muy bien que significaba "Te cuido desde el otro lado". Sin tiempo que perder tomé el cuerpo de Roy y tiré de él hasta colocarlo junto a mí. Nadie podría decir que estábamos ahí.
—No respires, y cúbrete la boca y nariz con las manos —le susurré muy quedo al oído cuando escuché pisadas cercanas.
Roy asintió. Bajé mi mano hacía el fondo del escondite y tomé mi rifle. Aunque no sabía dispararlo, sabía que podía desde aquella ventajosa posición acertar, ya que serían disparos a quemarropa.
Vi una bota en escena y de inmediato me puse tieso. Silencio fue lo que ordené a todas las partes de mi cuerpo, contuve la respiración, pero a pesar de todos mis esfuerzos mi mente era una enorme orquesta de pensamientos, y tenía miedo. Miedo de que aquellos seres inhumanos pudieran leer o escuchar las mentes agobiadas por el terror y la angustia.
—Al parecer —dijo uno de ellos en alemán—. Se los ha tragado la tierra.
— ¡No puede ser! Yo mismo le di a uno.
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Lo que dicen los muertos.©
Historical FictionEn el día que sería el más feliz de su vida, Edgar Rivas, un lacónico alumno de Harvard a punto de culminar sus estudios, sufre un severo accidente donde pierde la vida. Sin embargo, gracias a la ayuda de su ángel guardián, le es concedida una oport...