La oscuridad es mi mejor amiga. Es la única que me acompaña en los momentos de confusión e incertidumbre. Papá amaba lo oscuro y yo lo entendía. En las tinieblas es cuando somos quienes somos. Nos encontramos, y ayudamos mutuamente sin sentirlo. Ahora, en aquella tenebrosidad que me inspiraba más confianza que miedo, me sentía yo mismo, aunque no tenía ni idea de donde estaba.
—Edgar —Mi nombre hecho eco, sin embargo, la voz me era desconocida.
Lo dejé seguir. En ese momento no tenía curiosidad por saber quién era. De hecho, no tenía necesidad de nada. No sentía dolor alguno, no padecía hambre o sed. Sólo existía dentro de la oscuridad. ¿Acaso estaba a punto de nacer? ¿Acaso existía? Quizás no, ya que todo lo que existe es. Y sólo me sentía ser.
Mis pensamientos estaban tranquilos. Recordaba mis creencias de que podríamos reencarnar en otra vida, a la vez que las tinieblas se disipaban. Pacientemente, esperé. No sé sí pasaron días, horas, o algunos segundos, pero esperé.
—Edgar —reincidió el eco. Y ésta vez, reconocí la voz; era la de mi madre.
— ¿Mamá? —me atreví a abrir la boca. La sentía extraña, como sí varias hormigas me caminaran por encima de ella.
—Edgar, cariño, despierta.
¿Despertar? En esa oscuridad no sabía sí tenía mis ojos abiertos o cerrados. No obstante, con cierto nerviosismo intenté abrir mis parpados. Eran pesados como el plomo, pero poco a poco una rendija de luz se coló en mi pupila. Con un esfuerzo sobrehumano, seguí abriendo mis ojos hasta tenerlos descubiertos por completo.
La escena primero fue blanca por completo. La luz me cegó, pero no cerré mis ojos, porque tenía miedo de volver a la oscuridad ahora que había visto la luz. Gradualmente esa blancura se difuminó hasta poder enfocar bien la escena que se presentaba ante mí. Estaba en una habitación de color blanco; luz solar se filtraba por las cortinas del mismo tono; frente a mí había un televisor pequeño y plano; enseguida de mí estaba una mesa de noche con una mochila color purpura ya vieja, y a unos centímetros en una silla de metal, mi madre.
— ¡Edgar! ¡Despertaste, cariño! —mamá se lanzó a abrazarme. Su contacto me hizo estremecer de miedo, ya que mi cuerpo estaba adormilado. No sentía nada, a pesar de que era dueño de mis movimientos.
—Tranquila, mamá —Susurré con apenas voz, y ella se separó. Había lágrimas en sus ojos cansados; Su rostro estaba surcado de arrugas, redondo y afable me parecía un recuerdo lejano. La curva de sus labios era de felicidad sincera. Nuestras manos se entrelazaron, y al sentir un contacto familiar, encontré mi existencia, por primera vez en mucho tiempo, a salvo.
—Dijeron que no volverías a despertar —explicó entre balbuceos y lágrimas. Sus cabellos rizados caían con pesadez sobre su frente. Tenía aspecto de tener muchos días sin asearse—, pensé que me dejarías como tú padre.
Al oír la mención de mi padre, mis sentidos despertaron en su totalidad. Sonreí, pero esa sonrisa se transformó en mueca al ver el sufrimiento tan encarecido por el que había pasado mi madre.
—Jamás lo haré, mamá —me llevé su mano a mis labios. Temblaba por completo, y tenía miedo de que le sucediera algo—, tranquilízate mamá. Mejor dime, ¿Qué día es hoy?
—Dos de marzo, cariño. Pasamos Navidad y año nuevo aquí.
Asentí intentando sopesar la información. Era dos de marzo del dos mil dieciséis. Estaba vivo, estaba en casa, pero había muerto antes de cumplir seis meses. Mi mente intentó cavilar un poco más sobre el asunto, pero no logré concluir nada. Me sentía como sí fuera imposible el poder hacer una acción de modo normal; adormilado, cosquilloso, nervioso.
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Lo que dicen los muertos.©
Historical FictionEn el día que sería el más feliz de su vida, Edgar Rivas, un lacónico alumno de Harvard a punto de culminar sus estudios, sufre un severo accidente donde pierde la vida. Sin embargo, gracias a la ayuda de su ángel guardián, le es concedida una oport...