— ¡Retirada!
Y lo que le siguió a ese grito fue toda una maraña de imágenes que hasta el momento jamás he podido descifrar.
Los soldados que estaban dentro del edificio salieron en tropel con las armas en mano; era inútil, los alemanes nos superaban en número, y hasta me atrevería a decir, en armamento. Lo único que acerté hacer fue tomar con fuerzas al pequeño Holandés y pegarlo contra mí.
— ¡Edgar! —Roy gritó por encima de la multitud, pero no lograba verlo—. ¡Edgar, a tu espalda!
Yo me giré con temor, pero lo único que vi fueron a Roy, Bertie, Griffin, Carter y otros tantos huyendo por la parte trasera del edificio. Sin duda, se me hacía una cobardía el huir y dejar a mis compañeros peleando solos contra aquellas frías bestias despiadadas.
"En la guerra hay que arrancarse el corazón, sí se quiere sobrevivir". La frase apareció en mi mente. Jamás la había leído, o visto en algún lado, y aun así era en lo único que podía pensar. Mis piernas caminaron en automático hacía la parte posterior del patio, hacía el edificio. Yo caminaba con miedo; las balas comenzaban a cruzar con feroz sagacidad el firmamento del medio día; los gritos de guerra de nuestros compañeros tanto heridos, como sanos, eran cánticos valientes a su actitud. Y una especie de emoción inundó mi pecho, y me prometí a mí mismo, sí volvía a vivir, el dejar un ramo de flores en cada una de sus tumbas. Las tumbas que resguardarían a los héroes más valientes que el mundo habría visto nacer.
Aquello era morir con gloria, no en un accidente automovilístico.
— ¡Date prisa! —apuró Bertie. Yo asentí, y en unos cuantos segundos más estuve junto a él. Le di al niño, y me quedé de pie, indeciso.
—No puedo irme, ¡No puedo dejarlos solos! —exclamé. Me moría de miedo por quedarme, pero también sabía que la culpa me perseguiría por el resto de mi vida si los dejaba.
Bertie me dio una bofetada y me tomó con fuerza de los hombros.
—Así debe de ser —hice un puchero con la barbilla, sintiendo las lágrimas escocer mis ojos—. Vamos, hay gente que te necesita.
Los gritos de los alemanes eran más claros, parecían susurros mezclados con el viento. Y mientras caminaba detrás de Bertie, intentaba grabarme aquellos sonidos... Podía jurar que la muerte hablaba del mismo modo.
Detrás del edificio había sólo dos casas y después un pequeño (O quizás, muy grande) Bosque, en el cual nos internamos. Justo al hacerlo, escuché varios gemidos y gritos desgarradores provenientes del edificio de gobierno.
Apreté los ojos y los puños.
—Hay que correr, ¿puedes correr, Edgar? —me preguntó Bertie, una vez nos adentramos un poco en el bosque.
Asentí. Sólo eso. Sabía que si intentaba decir una palabra, el llanto me traicionaría. Bertie me dio una palmada en el hombro.
— ¡Tendremos que dejar Ámsterdam muy, muy atrás! —Gritó el Capitán Villiers que iba a la cabeza del grupo—. Para ello tendremos que correr hasta vomitar, ¿Entienden?
Todos exclamaron una afirmación. Yo me sentía algo mareado por lo que me concreté a asentir.
—Bien, intenten quedarse juntos... Sí uno se pierde, busque el modo de regresar... Sí a uno lo agarran habrá que dejarlo atrás por el bien de todos, ¿Listos? ¡En marcha!
Todo el mundo salió disparado. Me sorprendió un poco ver que, a pesar de estar casi en el marco de la vejez, el capitán Villiers podía correr como una gacela perseguida. Lo observé apenas unos segundos, ya que después desapareció con el resto del grupo por el norte.
— ¡Edgar, rápido! ¡¿Qué esperas?! —Roy se había detenido de su desenfrenada carrera y había vuelto.
—No puedo —me rendí.
—Sí, si puedes... Todos podemos, ¿Por qué tú no, Edgar? —se devolvió y me tomó del brazo, tirando de él con todas sus fuerzas. Pero era tan pequeño que no me movía ni un ápice.
—No quiero... No quiero —algunas lágrimas resbalaron de mis ojos. Y pensé en Kelly, en que debía hacerlo por ella—No puedo más —dije para mis adentros.
—Vámonos, Edgar, por favor... No te puedo dejar aquí.
—Herr kommandant einige Flucht durch den Wald!
Gracias a las clases de idiomas en Harvard (donde aprendí francés, y alemán intermedio) Pude traducir aquello a pesar de que el miedo, la desesperanza y el dolor nublaban mi mente.
"Comandante, algunos se escapan por el bosque"
— ¡Edgar! —gritó Roy, a punto de colapsar de los nervios.
— ¡Corre! —grité.
Roy y yo comenzamos a correr desaforados; detrás de nosotros se escuchaban las botas de los Nazis que venían en nuestra búsqueda. Por un momento pensé en que sí sacaba el rifle y me ocultaba en el bosque podría deshacerme de ellos... Esa tontería fue fugaz, ya que al darme vuelta vi que eran una docena o eso podía sentir al escuchar sus gritos, sus botas. Hasta llegué a creer que podían oler nuestro miedo y por ello les era más fácil dar con nosotros.
Poco a poco el camino se volvía más escarbado y difícil de distinguir; las piedras, las ramas, los relieves que formaban la tierra y la piedra al erosionarse eran trampas letales que parecían empeñarse en servirnos en bandeja de plata a los malditos esos. Pasaron cinco segundos, y diez más, entonces alzaron sus rifles y comenzaron a dispararnos. Y el miedo me subió por la garganta, giré a ver a Roy que se había rezagado un poco pero seguía corriendo.
No resistiría mucho, pero por suerte en medio de la carrera pude distinguir con mis ojos un pequeño refugio; parecía una pequeña cueva oscura debajo de un árbol. En realidad era un hoyo hecho en las raíces y en el árbol que hacían un lugar difícil de encontrar.
— ¡Por aquí! —le grité a Roy y enfilé dirección hacia el viejo árbol.
El árbol estaba a cincuenta metros, creí que lo lograríamos, creí que saldríamos intactos, e inclusive llegué a pensar que quizás habría esperanza para mí y mi antigua vida.
Pero un disparo me sacó del ensueño.
Me giré y vi a Roy que caía al suelo.
Herido en el hombro, sangraba profusamente.
Fue entonces cuando en realidad vi el mundo venirse abajo.
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Lo que dicen los muertos.©
Historical FictionEn el día que sería el más feliz de su vida, Edgar Rivas, un lacónico alumno de Harvard a punto de culminar sus estudios, sufre un severo accidente donde pierde la vida. Sin embargo, gracias a la ayuda de su ángel guardián, le es concedida una oport...