«Los recuerdos son parte del alma»
—Destello Nocturno.
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Julietta.
Podía describirlo como una tormenta de recuerdos, un caos en mi propia mente. Tenía razones para hacerlo pasar por una simple pesadilla, pero no lo era.
Lo que tenía ante mis ojos era el producto de aquello que creí propio. La vida de Adelaide pasaba de un lado a otro intentando contenerme, procurando aprisionarme.
Podía sentir su dolor, su felicidad, sus miedos en cada hecho que había marcado su corta vida. También percibía la desesperación de la otra criatura que no descansaría hasta hacerla volver. Intentaba romper el único enlace que le permitía regresar; mi propia voluntad.
—Adelaide, no salgas de casa, cariño—la dulce voz de una mujer me habló por detrás.
Tenía tan memorizado su rostro, que me era difícil asimilar que no era mi madre, nunca lo había sido.
El entorno de aquella casa en medio del bosque se desvaneció y luego me encontraba en lo que era una colina.
—Acompáñanos, Adelaide, vamos todos a jugar—la voz de varios infantes que me persuadían de seguirlos.
Me quedé observando como todos se alejaban entre relucientes sonrisas. Tuve el impulso de ir tras ellos, pero me contuve.
El entorno volvió a cambiar, parecía un anochecer cerca de aquella casa.
—No te resistas, Adelaide, sabes bien lo que quieres—la voz de un hombre a mis espaldas me provocó escalofríos.
Al voltear, todo se dispersó. Presencié el nacimiento de Adelaide, el crecimiento, sus mejores momentos y sus peores situaciones. Experimenté todo como si lo hubiese sido mío.
Los colores se desgastaban a medida que su aliento se iba acortando. Tenía el pulso acelerado, era difícil decir que todo me parecía tan extraño, porque podía sentirlo vívidamente.
Las tonalidades opacas que habían inundado los alrededores empezaron a cobrar color. Todo pareció envolverse en una inmensa tranquilidad.
—Mi hermosa Adelaide, eres una bendición en este mundo—de nuevo esa mujer—. Aunque no todos lo reconozcan, mi niña.
Estaba con la cabeza recostaba en las piernas de esa mujer, había un cálido fuego que veía directamente mientras sentía sus caricias sobre mi cabello.
—No sé quién soy—musité sin despegar la vista de las ardientes llamas.
—Eres Adelaide, nada más que mi dulce Adelaide.
Su calidez era reconfortante, deseé quedarme en aquel momento. No preocuparme de otra cosa.
La tormenta era inmensa y tan solo tenía un recuerdo propio para enfrentarla. El origen de mi existencia era un caos, no tenía nada más.
Por mucho que había intentado obtener respuestas, todo parecía complicarse. Demasiadas cosas perdidas y cada vez me fragmentaba de maneras que nunca imaginé. Pensar que todo podría acabar era algo demasiado tentador, simplemente acceder y descansar del caos en el que solía estar mi abrumada mente.
—Nunca más estarás sola, mi pequeña Julietta.
Solo hizo falta que volteará para poder verla. Ya no era ninguna desconocida, solo la persona que siempre se ocupó de mí. La única persona que había considerado como mi propia madre.