Corría calle abajo hacia el instituto. Llegaba tarde, y se había olvidado su libro de matemáticas. Pero le daba igual, no podía tener otra sanción más, su madre la mataría en cuanto la llamara su tutora. Aceleraba tanto como podía, pero sus piernas no daban para más. Su cola perfectamente hecha unos minutos antes, ahora estaba completamente destrozada. Helen era un desastre, ¿qué podía hacer?
Al entrar al instituto algunos profesores que conocía le dieron una reprimenda y la avisaron de que no podía llegar tan tarde casi siempre, pero por más que lo intentara siempre se le hacía tarde cada mañana. Entró a la clase y la profesora de Literatura se quitó las gafas. Prepárate… decían las miradas de sus compañeros.
-Señorita Harrison. Cuántas veces le tendré dicho que estas no son horas para llegar a clase… –dijo suspirando la profesora– ¡Un cuarto de hora tarde! ¡Esto es impermisible! ¡Váyase a la sala de castigo! –añadió elevando bastante la voz. Helen miraba algo avergonzada como algunos de sus compañeros se reían por lo bajini– ¡Y quién quiera acompañarla que se vaya también! ¡Encantada daría la clase para diez alumnos, si hiciera falta! –dijo y todos se callaron al momento.
Helen salió algo enfadada y dio un portazo al irse. Con lo que se había esforzado para llegar antes. Y no es un cuarto de hora, sólo cinco minutos pensaba ella, y tenía razón. El reloj de la profesora de literatura siempre iba adelantado, era algo que aunque le dijeras mil veces seguiría sin cambiar.
Entró a la sala de castigo, como no, vacía. Y es que no era muy normal que alguien llegara tarde en su instituto, ya que todos vivían bastante cerca. El profesor que últimamente siempre estaba allí era el nuevo suplente de la señora Richard, profesora de Arte, la cual se había quedado embarazada, por quinta vez, y se había cogido la baja unos meses.
El tiempo se hacía eterno en aquella sala casi vacía, excepto por los dos cuadros del cuerpo humano que colgaban de la pared de color verde oscuro y por el par de estanterías que rellenaban el espacio junto a la mesa del profesor nuevo, Helen nunca lograba recordar su nombre.
A los cinco minutos, no más, de haber entrado Helen, entraron dos chicos. Y no dos chicos cualesquiera, eran dos de los populares. Mathew Tomilson y Chester Flint. Helen comenzó a maldecir todo lo que se podía. ¿Por qué tenían que ser justo ellos dos? ¿No hay más gente en el instituto o qué…? pensaba ella. Y es que Helen llevaba enamorada de Mathew desde que empezó a estudiar en ese insti, y de eso hace ya más de tres años. Se sonrojó bastante al ver que Mat la miraba sonriente y se sentaba junto con Chester en la mesa de atrás.
Ella tragó saliva y se quedó inmóvil. Tenía claro que no se iban a quedar quietos sin hacer nada, y estaba haciendo la cuenta atrás hasta que no la molestaran o le dijeran algo para entablar conversación.
-¡Pst! ¡Eh, tú! –oía unos susurros desde atrás. Lo sabía… se decía a sí misma– ¿Será sorda? –preguntaba Mathew susurrándole a Chester, sin saber que Helen oía mejor de lo que ellos dos creían.
-No lo sé, a lo mejor– le contestó Chester. Helen se frustró y dispuesta pero enfadada se giró a los dos chicos, que se quedaron un poco atónitos.
-No, no estoy sorda, idiotas. Y ahora, si sois tan amables de callaros… –terminó de hablar y sonriente les guiñó el ojo, y luego, con la misma cara enfadada se giró. Se quedó bastante satisfecha, y sabía que había causado bastante impresión en los dos chicos, sólo que no sabía si buena o mala.
Oyó como Chester se rió y empezó a preocuparse, no sabía si hablaban de ella o de otra cosa.
-Tío, no… ¡Ella no! –gritó Mathew y el profesor Fitzgerald se levantó de golpe de su silla.

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The Bitter End
Ficção AdolescenteA veces, las pequeñas y malas decisiones de un pasado, son los grandes y buenos logros de un futuro. Mathew no sospechaba que su futuro podría cambiar tanto a culpa de una simple apuesta que surgió de borrachera. Su corazón le jugó una mala pasada...