Por uno de esos azares inesperados, que tal vez suceden a aquellos que la fortuna se ha cansado de perseguir, iba Dantés al fin a realizar sus ilusiones de una manera sencilla y natural, arribando a la isla sin inspirar sospechas a nadie.
Una noche le separa solamente del viaje tan esperado. Esta fue una de las noches más agitadas que Dantés pasó en su vida. Todas las probabilidades buenas y malas, todas las dudas y todas las certidumbres, se disputaban el dominio de su fantasía. Si cerraba los ojos, veía en la pared, escrita con letras de fuego, la carta del cardenal Spada; si un instante se rendía al sueño, las más insensatas visiones trastornaban su imaginación. Ora se creía andando por grutas cuyo suelo eran esmeraldas, las paredes rubíes y las estalactitas diamantes. Como se filtra por lo común el agua subterránea, caían las perlas gota a gota. Absorto y maravillado, se llenaba los bolsillos de piedras preciosas, que al salir fuera se convertían en pedernales. Intentaba volver entonces a las maravillosas grutas, que apenas había registrado, pero perdía el camino en un dédalo de espirales infinitas. La entrada se había hecho invisible. En vano revolvía su fatigada memoria para recordar aquella palabra mágica y misteriosa que abría al pescador árabe las espléndidas cavernas de Alí Babá. Todo en vano. El tesoro desaparecía, el tesoro había vuelto a ser propiedad de los seres de la tierra, a quienes tuvo esperanzas de quitárselo.
El amanecer le sorprendió tan febril como había estado la noche entera, pero le hizo pensar con lógica y arreglar su proyecto, que hasta entonces vagaba en su cerebro. Con la llegada de la noche comenzaron los preparativos del viaje, proporcionando a Dantés un medio de ocultar su turbación. Poco a poco había ido adquiriendo sobre sus compañeros el derecho de mandar como jefe, y como sus órdenes eran siempre claras y facilísimas de ejecutar, le obedecían, no sólo con prontitud, sino hasta con alegría. El patrón le dejaba obrar a su antojo, porque también había reconocido la superioridad de Dantés sobre los marineros, y aun sobre él mismo. Miraba a aquel joven como a su natural sucesor, y sentía no tener una hija para casarla con él.
Los preparativos terminaron a las siete de la noche; a las siete y media doblaba la tartana el faro, en el momento en que se encendía.
El mar estaba tranquilo. Navegaban con un vientecillo fresco de Sudeste, bajo un cielo azul, tachonado de estrellas. Dantés declaró que todos los marineros podían acostarse, puesto que él se encargaba del timón. Semejante declaración del Maltés (así le llamaban a Edmundo Dantés los marineros) era suficiente para que todos se acostaran tranquilos.
Había ya sucedido esto algunas veces. Lanzado el joven desde la soledad al mundo, sentía de cuando en cuando deseos de estar solo. Ahora bien, ¿qué soledad más inmensa y más poética que la de un buque que boga aislado en alta mar, entre las tinieblas de la noche, en el silencio de lo infinito, bajo la mano de Dios? Y entonces la soledad se poblaba con sus pensamientos, las tinieblas se desvanecían ante sus ilusiones, y el silencio se turbaba con sus votos y sus proyectos.
Cuando despertó el patrón, el navío navegaba a toda vela, parecía que tuviese alas; más de dos leguas y media avanzaba por hora. La isla de Montecristo se dibujaba en el horizonte. Dantés entregó al patrón el mando de su barco, y fue a su vez a reclinarse en la hamaca, pero a pesar del insomnio de la noche anterior no pudo cerrar los ojos ni un instante.
Dos horas después volvió a subir al puente. El barco iba a doblar la isla de Elba, y hallábase a la altura de la Mareciana, por encima de la verde y llana Pianosa. En el azul del cielo se recortaban los contornos del pico brillante de Montecristo. Con el objeto de dejar la Pianosa a la derecha, mandó Dantés al timonero que pusiese el mástil a babor, porque calculaba que con esta maniobra se abreviaría un tanto el camino.
A las cinco de la tarde se veía ya la isla clara y distintamente. Hasta sus menores detalles sal- taban a la vista, gracias a esa limpidez atmosférica que produce la luz poco antes del crepúsculo de la noche. Edmundo devoraba con sus miradas aquella mole de rocas áridas y secas que iba tiñéndose con todos los colores crepusculares, desde el rosa más vivo hasta el azul más oscuro. Tal vez un fuego incomprensible le subía en llamaradas a su semblante y se enrojecía su frente, y una nube purpúrea pasaba por sus ojos. Nunca jugador que arriesga a un golpe todo su caudal, ha sentido las angustias que Edmundo experimentaba en aquel momento.
ESTÁS LEYENDO
El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)
ClassicsLlega para ustedes el ejemplo de la venganza misma. Edmundo Dantés es un joven marinero que fue encarcelado por un delito que no cometió, Pasó 14 años de su vida metido en un calabozo deseando la venganza. Un catalán que deseaba su mujer, un joven a...