Capítulo 5: La vendetta

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—¿Por dónde quiere el señor conde que empiece a contar los sucesos? —preguntó Bertuccio.

—Por donde queráis —dijo Montecristo—, pues no sé absolutamente nada de todo ello.

—Sin embargo, yo creía que el abate Busoni había contado a vuestra excelencia

—Sí, algunos detalles, sin duda, pero han pasado siete a ocho años y lo he olvidado todo.

—Entonces puedo, sin temor de fastidiar a vuestra excelencia...

—Hablad, señor Bertuccio, hablad; de algún modo he de pasar la noche.

—Los sucesos se remontan a 1815.

—¡Ah! ¡Ah! —dijo Montecristo—, no es ayer mismo, que digamos.

—No, señor, y sin embargo, los menores detalles los tengo tan presentes como si hubiesen sucedido ayer. Yo tenía una hermana y un hermano mayor, que estaba al servicio del emperador. Era teniente de un regimiento compuesto enteramente de corsos. Este hermano era mi único amigo. Habíamos quedado huérfanos, yo a los cinco años y él a los dieciocho. Me había criado como a un hijo. En 1814, en tiempo de los borbones, se había casado. El emperador salió de la islade Elba, y mi hermano continuó a su servicio y, herido ligeramente en Waterloo, se retiró con el ejército detrás del Loira.

—Pero esa historia de los Cien Días que me contáis, señor Bertuccio, la he oído ya, si no me equivoco.

—Perdonad, excelencia, pero estos primeros detalles son necesarios, y me habéis prometido tener paciencia.

—¡Proseguid!, ¡proseguid!, cumpliré mi palabra.

—Un día recibimos una carta. Debo deciros que habitábamos en la pequeña aldea de Rogliano, en la extremidad del cabo Corso. Esta carta era de mi hermano. Nos decía que el ejército estaba licenciado, y que volvía por Chateau-Roux, Clermond-Ferrand, Le Puy y Nimes. Si tenía algún dinero me suplicaba que lo mandase a Nimes en casa de un fondista conocido nuestro, con el cual tenía yo algunas relaciones.

—De contrabando —respondió Montecristo.

—¡Pero, por Dios, señor conde! ¡Uno ha de ganarse la vida!

—Ciertamente; continuad, pues.

—Yo amaba tiernamente a mi hermano, ya os lo he dicho, excelencia; así, decidí no enviarle el dinero, sino llevárselo yo mismo. Poseía mil francos, dejé quinientos a Assunta, que era mi cuñada, tomé los quinientos restantes y me puse en camino para Nimes. Era cosa fácil, tenía mi barca un cargamento que hacer en el mar, todo secundaba mi proyecto. Pero hecho el cargamento, sopló viento contrario, de modo que estuvimos cuatro o cinco días sin poder entrar en el Ródano. Por fin lo conseguimos, llegamos hasta Arlés, dejé el barco entre Bellegarde y Beaucaire y me dirigí a Nimes.

—Y llegasteis, ¿no es así?

—Sí, señor, dispensadme, pero como ve vuestra excelencia, no digo más que las cosas absolutamente necesarias. Fuera de esto, era el momento en que tenían lugar los famosos asesinatos del Mediodía. Había allí dos o tres bandidos llamados Trestaillón, Truphemy y Graffan, que degollaban por las calles a todos los presuntos bonapartistas. Sin duda, el señor conde habrá oído hablar de estos asesinatos.

—Vagamente, estaba muy lejos de Francia en esa época. Continuad.

—Al entrar en Nimes, se caminaba pisando sangre. A cada Paso se encontraban cadáveres, los asesinos organizados por bandas. Ante esta carnicería me entró miedo, no por mí; yo, simple pescador corso, no tenía gran cosa que temer, al contrario, aquel tiempo era bueno para nosotros, los contrabandistas, pero por mi hermano, por mi hermano, que era soldado del Imperio, que volvía del ejército del Loira con su uniforme y sus charreteras, y que por consiguiente tenía que temerlo todo. Corrí a la casa de nuestro fondista; mis presentimientos no me habían engañado. Mi hermano había llegado a Nimes y a la puerta misma del que iba a pedir hospitalidad, había sido asesinado. Pregunté a todo el mundo acerca de los asesinos, pero nadie se atrevía a decirme sus nombres, tan temidos eran. Pensé entonces en la justicia francesa, de que me habían hablado tanto, que no teme nada, y me presenté en casa del procurador del rey.

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora