Transcurridos unos días, después del encuentro referido en el capítulo anterior, Alberto de Morcef fue a hacer una visita al conde de Montecristo, a su casa de los Campos Elíseos, que había adquirido ya el aspecto de palacio que acostumbraba a dar el conde de Montecristo aun a sus moradas más provisionales. Iba a reiterarle las gracias de la señora de Danglars.
Alberto iba acompañado de Luciano Debray, el cual unió a las palabras de su amigo algunas frases corteses, que no le eran habituales, y cuyo fin no pudo penetrar el conde. Parecióle que Luciano venía a verlimpulsadodo por un sentimiento de curiosidad, y que la mitad de este sentimiento emanaba de la calle de la Chaussée d'Antin.
En efecto, era de suponer, sin temor de engañarse, que al no poder la señora Danglars conocer por sus propios ojos el interior de un hombre que regalaba caballos de treinta mil francos, y que iba a la ópera con una esclava griega que llevaba un mildiamantesamantes, había suplicado a la persona más íntima que le diese algunos informes acerca de tal interior. Mas el conde aparentó no sospechar que pudiera haber la menor relación entre la visita de Luciano y la curiosidad de la baronesa.
—¿Mantenéis las relaciones casi continuas con el barón Danglars? —preguntó a Alberto de Morcef.
—¡Oh!, sí, señor conde; bien sabéis lo que os he dicho.
—¿Todavía continúa eso?
—Más que nunca—dijo Luciano—, es un negocio corriente.
Y juzgando sin duda Luciano que esta palabra mezclada en la conversación le daba derecho a permanecer extraño a ella, colocó su lente en su ojo, y mordiendo el puño de oro de su bastón, comenzó a pasear lentamente alrededor de la sala, examinando las armas y los cuadros.
—¡Ah! —dijo Montecristo—. Al oíros hablar de eso no creía, en verdad, que se hubiese tomado ya una resolución.
—¿Qué queréis? Las cosas marchan sin que nadie lo sospeche; mientras que vos no pensáis en ellas, ellas piensan en vos, y cuando volvéis os quedáis asombrado del gran trecho que han recorrido. Mi padre y el señor Danglars han servido juntos en España, mi padre en el ejército, el señor Danglars en las provisiones. Allí fue donde mi padre, arruinado por la revolución, y el señor Danglars, que no tenía patrimonio, empezaron a hacerse ricos.
—Sí, efectivamente —dijo Montecristo—, creo que durante la visita que le he hecho, el señor Danglars me ha hablado de eso —y dirigió una mirada a Luciano, que en aquel momento estaba hojeando un álbum—. La señorita Eugenia es una joven bellísima, creo que se llama Eugenia, ¿verdad?
—Bellísima —respondió Alberto—, pero de una belleza que yo no aprecio; soy indigno de ella.
—¡Habláis de vuestra novia como si ya fueseis su marido!
—¡Oh! —exclamó Alberto, mirando lo que hacía Luciano.
—¿Sabéis? —dijo Montecristo, bajando la voz—, que no me parecéis muy entusiasmado con esa boda?
—La señorita Danglars es demasiado rica para mí —dijo Morcef—, eso me asusta.
—¡Bah! —dijo Montecristo—, razón de más, ¿no sois vos también rico?
—Mi padre tiene algo..., como unas cincuenta mil libras de renta, y me dará diez o doce mil cuando me case.
—Algo modesto es eso, sobre todo en París; pero no todo consiste en el dinero, algo valen un nombre esclarecido y una elevada posición social. Vuestro nombre es célebre, vuestra posición magnífica; y además, el conde de Morcef es un soldado, y gusta ver que se enlazan la integridad de Bayardo con la pobreza de Duguesclin; el desinterés es el rayo de sol más hermoso a que puede relucir una noble espada. Yo encuentro esta unión muy conveniente; ¡la señorita Danglars os enriquecerá y vos la ennobleceréis!
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El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)
ClassiquesLlega para ustedes el ejemplo de la venganza misma. Edmundo Dantés es un joven marinero que fue encarcelado por un delito que no cometió, Pasó 14 años de su vida metido en un calabozo deseando la venganza. Un catalán que deseaba su mujer, un joven a...