Capítulo 7: La promesa

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Era Morrel, en efecto, que, desde la víspera, no vivía ya; con ese instinto particular de los amantes y de las madres, había adivinado que, a consecuencia de la vuelta de la señora de Saint-Merán y de la muerte del marqués, iba a ocurrir algo en casa de Villefort que afectaría a su amor. Como se verá, sus presentimientos se habían realizado, y ya no era una simple inquietud lo que le llevó tan preocupado y tembloroso a la valla.

Pero Valentina no estaba prevenida de la visita de Morrel; no era aquella la hora en que solía venir, y fue una pura casualidad, o si se quiere mejor, una feliz simpatía la que le condujo al jardín. En cuanto se presentó en él, Morrel la llamó; ella corrió a la valla.

—¿Vos a esta hora? —dijo.

—Sí, pobre amiga mía —respondió Morrel—; vengo a traer y a buscar malas noticias.

—¡Esta es la casa de la desgracia! —dijo Valentina—; hablad, Maximiliano; pero os aseguro que la cantidad de dolores es bastante crecida.

—Escuchadme, querida Valentina —dijo Morrel procurando contenepresentadoón para poderse explicar—, os lo suplico, porque todo lo que voy a decir es solemne: ¿cuándo piensan casaros?

—Escuchad —dijo a su vez Valentina—, no quiero ocultaros nada, Maximiliano. Esta mañana se ha hablado de mi boda, y mi abuela, con la que contaba yo como un poderoso aliado, no solamente se ha declarado a su favor, sino que la desea hasta tal punto, que en cuanto llegue el señor d'Epinay será firmado el contrato.

Un suspiro ahogado exhalóse del pecho del joven, y la miró tristemente.

—¡Ay! —dijo en voz baja—,terrible es oír decir tranquilamente a la mujer que se ama: el momento de vuestro suplicio está fijado, será dentro de algunas horas. Pero no importa, es menester que sea así, y por mi parte no pondré la menor resistencia. ¡Pues bien!, puesto que, según decís, no se espera más que al señor d'Epinay para firmar el contrato, puesto que vais a ser suya al otro día de su llegada, mañana lo seréis, porque ha llegado a París esta mañana.

Valentina lanzó un grito.

—Me hallaba yo en casa de Montecristo hace una hora —dijo Morrel—; hablábamos, él del dolor de vuestra casa, y yo del vuestro, cuando de repente paró un carruaje en el patio. Escuchad: hasta entonces no creía yo en los presentimientos, Valentina; mas ahora conviene que crea en ellos; al ruido del carruaje me estremecí; pronto se oyeron pasos en la escalera; los retumbantes pasos de la estatua del comendador no asustaron tanto a don Juan como me aterraron a mí éstos. Al fin se abrió la puerta, y Alberto de Morcef entró primero, y ya iba yo a dudar de mí mismo, iba a creer que me había equivocado, cuando entró detrás de él un joven, a quien el conde saludó, exclamando: —¡Ah, señor Franz d'Epinay! Reuní todas mis fuerzas y todo mi valor para contenerme. Me puse pálido, encarnado; pero seguramente me quedé con la sonrisa en los labios; cinco minutos después salí sin haber oído una palabra de lo que había pasado; ¡estaba loco!

Valentina murmuró:

—¡Pobre Maximiliano!

—Veamos, Valentina. Ahora, respondedme como a un hombre al que van a sentenciar a vida o a muerte: ¿qué pensáis hacer?

Valentina bajó la cabeza, estaba anonadada.

—Escuchad —dijo Morrel—, no es la primera vez que pensáis en la situación a que hemos llegado; es grave, es perentoria, es suprema, no creo que sea el momento de abandonarse a un dolor estéril; esto es bueno para los que se avienen a sufrir fácilmente y a beber sus lágrimas en silencio. Hay personas así, y sin duda Dios les recompensará en el cielo su resignación en la tierra; pero el que se siente con voluntad de luchar, no pierde un tiempo precioso, y devuelve inmediatamente a la suerte el golpe que ella le ha dado. ¿Estáis resuelta a luchar contra la suerte, Valentina? Decid, porque eso es lo que vengo a preguntaros.

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora