Capítulo 6: El baile

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El verano había llegado a su punto más caluroso cuando llegó el sábado designado para el baile del señor de Morcef.

Eran las diez de la noche: los corpulentos árboles del jardín de la casa del conde se destacaban vivamente sobre un cielo en que se deslizaban, mostrando un inmenso manto azul sembrado de estrellas doradas de oro, los últimos vapores de una tempestad que había rugido amenazadora durante todo el día.

En los salones del piso bajo se oía una música estrepitosa; sucedíanse los valses a los galopes, mientras numerosas y deslumbradoras ráfagas de luz penetraban en el jardín a través de las persianas.

En este momento, el jardín estaba a merced de una docena de criados, a los que la dueña de la casa, tranquilizada en cuanto al tiempo, cada vez más sereno, había dado orden de disponer la mesa para la cena. Hasta entonces se vacilaba entre cenar en el comedor o debajo de una larga tienda de cutí que se había erigido en una verdadera alameda.

Aquel hermoso cielo sembrado de estrellas acababa de decidir el pleito en favor de la tienda y de la alameda.

Las calles del jardín se habían iluminado con faroles de colores, como se acostumbra en Italia, y estaban cargando de bujías y de flores la mesa, como se hace en todos los países donde se comprende un poco este lujo de mesa, el más raro de todos cuando se le quiere completo.

Cuando la condesa de Morcef entró en los salones, después de dar sus últimas órdenes, empezaban éstos a llenarse de convidados atraídos más por la encantadora hospitalidad de la condesa de Morcef, que por la posición distinguida del conde; porque todos estaban seguros de antemano de que aquella fiesta ofrecería algunos detalles dignos de ser contados.

La señora Danglars, a quien los sucesos de que hemos hablado habían inspirado profundas inquietudes, vacilaba en ir a casa de la señora de Morcef, cuando se encontró por la mañana su carruaje con el del señor de Villefort. Villefort le hizo una seña, los dos carruajes se habían acercado, y a través de las portezuelas entablaron el siguiente diálogo:

—Vais a casa de la señora de Morcef, ¿no es verdad? —preguntó el procurador del rey.

—No —respondió la señora Danglars—, me encuentro aún muy afectada.

—Hacéis mal —repuso Villefort con una mirada significativa—, sería importante que os viesen en ella.

—¡Ah! ¿Lo creéis así? —preguntó la baronesa.

—Sí.

—En tal caso, iré.

(...)

—¿Qué queréis decir?

—Quiero decir que esto marcha muy bien —repuso el vizconde riendo—, y que ya me han preguntado diecisiete veces por él; ¡diablo con el conde... !, ya le daré mi parabién.

—¿Y a todo el mundo respondéis lo mismo que a mí?

—¡Ah!, tenéis razón, aún no os he respondido, tranquilizaos, señora; tendremos aquí esta noche al hombre de moda, somos de sus privilegiados.

—¿Estabais ayer en la ópera?

—No.

—Pues él estaba.

—Sí..., el excéntrico conde hizo alguna de sus originalidades.

—¿Puede acaso prescindir de ellas? Essler bailaba en «El Diablo enamorado»; la princesa griega estaba deslumbrante. Después de la Cachucha, ató una magnífica sortija a un ramillete, y lo arrojó a la encantadora bailarina, que en el tercer acto se presentó para darle las gracias con su sortija en un dedo. ¿Y vendrá también su princesa griega?

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora