Capítulo 9: Los progresos del señor Cavalcanti hijo

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Entretanto, el señor Cavalcanti padre, había partido para volver a su servicio, mas no al ejército de su majestad el emperador de Austria, sino a su pueblo de Luca, de donde era uno de los más asiduos cortesanos. No olvidemos decir que había llevado consigo hasta el último franco de la suma que le fue entregada para su viaje, y en recompensa al modo majestuoso y solemne con que supo representar su papel de padre.

Andrés había heredado en esta partida todos los papeles que atestiguaban que tenía el honor de ser hijo del señor Bartolomé Cavalcanti y de la marquesa Leonor Corsinari. Ya había sido introducido en una sociedad parisiense, tan fácil en recibir a los extranjeros, y en tratarlos, no como lo que son, sino como lo que quieren ser.

Por otra parte, ¿qué es lo que exigen en París a un joven? Que hable su lengua, que vaya vestido con elegancia, que sea buen jugador y que pague en oro. Añadamos que tratan con más indulgencia a un extranjero que a un parisiense nativo.

Andrés había, pues, adquirido en quince días una buena posición. Llamábanle señor conde, decíase que tenía cincuenta mil libras de renta, y ya se hablaba de tesoros inmensos de su señor padre, enterrados en Saravezza. Un sabio, delante del cual hablaron de estos tesoros, dijo que cuando hizo su viaje a Italia pasó por Saravezza, lo cual bastó para que todo el mundo creyese en la existencia de los tesoros.

Un día fue Montecristo a hacer una visita al señor Danglars. Este había salido, pero propusieron al conde si quería entrar a ver a la baronesa, que estaba visible.

Montecristo aceptó.

Después de la comida de Auteuil, la señora Danglars se estremecía cada vez que oía pronunciar el nombre de Montecristo. Si la presencia del conde no seguía a su nombre, la sensación dolorosa era más intensa. Si, por el contrario, se presentaba, su fisonomía franca, sus ojos brillantes, su galantería para con ella, disipaba al momento de su mente el menor recelo.

Parecía imposible a la baronesa que un hombre tan encantador pudiese abrigar malos designios contra ellos. Por otra parte, los corazones más corrompidos no pueden creer en el daño sino apoyándolo en un interés cualquiera. El mal inútil y sin causa repugna como una anomalía.

Cuando Montecristo entró en el gabinete donde ya hemos introducido a nuestros lectores, y donde la baronesa seguía con miradas inquietas unos dibujos que le presentaba su hija, después de haberlos mirado el señor Cavalcanti hijo, su presencia produjo un efecto ordinario, y después de haberse trastornado un poco al oír su nombre, trató de sonreír y saludó al conde. Este, por su parte, abarcó toda la escena de una ojeada.

Al lado de la baronesa estaba Eugenia sentada sobre una butaca, delicadas. y Cavalcanti, en pie, a su lado.

Andrés, vestido de negro como un héroe de Goethe, con zapatos bajos de charol y medias de seda blanca, pasaba una mano bastante blanca y cuidada por sus rubios cabellos, en medio de los cuales brillaba un diamante, que a pesar de los consejos del conde de Montecristo, el vanidoso joven no había podido resistir al deseo de poner en su dedo meñique.

Este movimiento iba acompañado de miradas asesinas lanzadas a la señorita Danglars, y suspiros enviados en la misma dirección que las miradas.

La señorita Danglars continuaba siendo la misma, es decir, hermosa, fría a irónica. Ni siquiera una de las miradas, uno de los suspiros del joven Andrés pasaron inadvertidos para ella, pero hubiérase dicho que resbalaban sobre la coraza de Minerva, coraza con que algunos filósofos cubren el pecho de Safo.

Eugenia saludó al conde con frialdad, y se aprovechó de las primeras preocupaciones de la conversación para retirarse a su gabinete de estudio, donde pronto se oyeron dos voces alegres y ruidosas, mezcladas a los primeros acordes de un piano.

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora