Capítulo 3: la posada del puente del Gard

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El que como yo haya recorrido a pie el Mediodía de Francia, habrá visto seguramente entre Bellegarde y Beaucaire, a la mitad del camino que separa las dos poblaciones, aunque un tanto más cercana a Beaucaire que a Bellegarde, una sencilla posada que tiene como por rótulo sobre la puerta, en una plancha de hierro tan delgada que el menor vientecillo la zarandea, una grotesca vista del puente del Gard.

Esta posada se encuentra al lado izquierdo del camino, volviendo la espalda al río. Decórala eso que se llama huerto en el Languedoc, pero que consiste en lo siguiente: La fachada posterior cae a un cercado donde vegetan algunos olivos raquíticos y algunas higueras de hojas blanquecinas, a causa del polvo que las cubre. Aquí y allá crecen pimientos, tomates y ajos, y en uno de sus rincones, por último, como olvidado centinela, un gran pino de los llamados quitasoles, eleva melancólicamente su tronco flexible, mientras su copa, abierta como un abanico, se tuesta a un sol de treinta grados. Estos árboles, así los grandes como los pequeños, se inclinan todos naturalmente en la dirección que lleva el mistral cuando sopla. El mistral es una de las tres plagas de la Provenza; las otras dos, como sabe todo el mundo, o como todo el mundo ignora, eran Duranzo y el parlamento. Esparcidas en la cercana llanura, que parece un lago inconmensurable de polvo, vegetan algunas matas de trigo, sembradas por los horticultores del país, sin duda por curiosidad, pues sólo sirven de asilo a las cigarras, que aturden con su canto agudo y monótono a los viajeros extraviados en aquella Tebaida.

Hacía seis o siete años que este mesón pertenecía a un hombre y una mujer que tenían por criada a una muchacha llamada Antoñita, y un mozo llamado Picaud, pareja que por lo demás basta para cubrir el servicio que pudiera necesitarse, desde que un canal abierto desde Beaucaire a Aiguesmortes sustituyó victoriosamente las barcas por los carros, y las sillas de postas por las diligencias.

Este canal, como para hacer más deplorable aún la suerte del posadero, pasaba entre el Ródano, que le alimenta, y el camino, a cien pasos de la posada de que acabamos de dar una breve pero exacta descripción. Tampoco olvidaremos un perro, antiguo guardián de noche, y que ladraba ahora a todos los transeúntes, tanto de día como durante las tinieblas, porque ya había perdido la costumbre de ver viajeros.

El posadero era un hombre de cuarenta y dos años, alto, seco y nervioso, verdadero tipo meridional, con sus ojos hundidos y brillantes, su nariz en forma de pico de ave de rapiña, y sus dientes blancos como los de un animal carnicero; sus cabellos, que parecían no querer encanecer a pesar de los años, eran como su barba, espesos, crespos y sembrados apenas de algunos pelos grises; su tez, naturalmente tostada, se había cubierto aún de una nueva capa morena, debido a la costumbre que tenía el pobre diablo de mantenerse desde la mañana hasta por la noche en el cancel de la puerta, para ver si pasaba alguno, ya fuese a pie ya en coche, pero casi siempre esperaba en vano. Durante este tiempo, y para sustraerse a los ardores del sol, no usaba de otro objeto preservador que un pañuelo encarnado atado a la cabeza a la manera de los carreteros españoles.

Este hombre es nuestro antiguo conocido Gaspar Caderousse. Su mujer, que se llamaba Magdalena Radelle, era pálida, delgada y enfermiza. Nacida en los alrededores de Arlés, conservando las señales primitivas de la belleza tradicional de sus compatriotas, había visto destruirse lentamente su rostro en el acceso casi continuo de una de esas fiebres sordas tan comunes en las poblaciones vecinas a los estanques de Aiguesmortes y a los pantanos de la Camargue. Siempre estaba sentada y tiritando en su cuarto, situado en el primer piso, ya tendida en un sillón o apoyada contra su cama, mientras su marido se ponía a la puerta a continuar su perpetua centinela, lo que prolongaba con tanta mejor gana, cuanto que cada vez que se encontraba con su áspera mirada, ésta le perseguía con sus quejas eternas contra la suerte, quejas a las cuales su marido respondía, como de costumbre, con estas palabras filosóficas:

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora