Capítulo 3: El Viaje

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El conde de Montecristo lanzó un grito de alegría al ver llegar juntos a los jóvenes.

—¡Ah!, ¡ah! —dijo—, muy bien, espero que todo ha podido al fin arreglarse.

—Sí —dijo Beauchamp—, noticias absurdas que han caído en descrédito por sí mismas, y que si se renovasen me tendrían hoy por su primer antagonista: así, pues, no hablemos más del asunto.

—Alberto os dirá el consejo que le había dado. Me encontráis, amigos, acabando de pasar la mañana peor de mi vida.

—¿Qué hacéis? —dijo Alberto—, me parece que arregláis vuestros papeles.

—Mis papeles, a Dios gracias, no; hay siempre en ellos un orden maravilloso, ya que jamás conservo ninguno; pero pongo en orden los del señor Cavalcanti.

—¿Del señor Cavalcanti? —preguntó Beauchamp.

—¡Oh, sí! ¿No sabéis que es un joven a quien el conde ha lanzado al gran mundo? —dijo Morcef.

—No, no —respondió Montecristo—; entendámonos, yo no lanzo a nadie, y menos al señor Cavalcanti que a otro cualquiera.

—Y que contrae matrimonio con la señorita de Danglars —continuó Alberto procurando sonreírse—, y lo podéis conocer, mi querido Beauchamp, pues que esto me afecta cruelmente.

—¡Cómo! ¿Cavalcanti se casa con la señorita de Danglars? —preguntó Beauchamp.

—¿Pero es que llegáis del fin del mundo? —dijo Montecristo—; vos, periodista, el favorito de la Fama: todo París habla de eso.

—¿Y sois vos, conde, el que ha arreglado ese matrimonio?

—¡Yo! Silencio, señor noticiero, no digáis semejante cosa: ¡yo! ¡Dios me libre de arreglar matrimonios! No; vos no me conocéis; por el contrario, me he opuesto cuanto he podido, y he rehusado pedir a su padre la mano de la joven.

—¡Ah! lo comprendo —dijo Beauchamp—; ¿por causa de nuestro amigo Alberto?

—¿Por mi causa? —dijo el joven—, ¡oh!, no: el conde me hará justicia en atestiguar que le he rogado que desbaratase mi proyectado matrimonio y que afortunadamente lo ha conseguido: el conde dice que no ha sido él, y que no debo darle las gracias; sea, edificaré como los antiguos un altar Deo ignoto.

—Escuchad —dijo Montecristo—, no soy yo, puesto que mi amistad con el futuro suegro se ha enfriado mucho, lo mismo que con el joven; solamente Eugenia me ha conservado su afecto, porque no teniendo ella gran vocación al matrimonio, ha visto cuán poco dispuesto estaba yo a contribuir a que ella perdiera su libertad.

—¿Y decís que ese matrimonio está casi hecho?

—¡Oh! ¡Dios mío! Sí, a pesar de cuanto yo he dicho; conozco muy poco al joven, pretenden que es rico y de buena familia; pero para mí esto no pasa de dicen que dicen: bastantes veces se lo he dicho a Danglars, pero está encaprichado con su Luques. He llegado incluso a hacerle sabedor de una circunstancia sumamente grave: el joven lo cambiaron mientras estaba criándole el ama, robado por unos gitanos, o perdido por su preceptor, en lo que no estoy muy cierto; pero sí sé que su padre le ha perdido de vista por más de diez años, y sólo Dios sabe lo que habrá estado haciendo durante estos diez años de vida errante; pues bien, nada de esto ha sido bastante, me han encargado que escribiese al mayor pidiendo sus papeles; helos aquí, voy a enviárselos, pero, como Pilatos, me lavo las manos.

—Y la señorita de Armilly, ¿qué cara os pone al ver que le quitáis su educanda?

—¡Diantre!, no sé, pero parece que se marcha a Italia; la señora de Danglars me ha hablado de ella, y me ha pedido cartas de recomendación para los empresarios y le he dado una para el director de teatros Valle, que me debe algunos favores. Pero ¿qué os pasa, Alberto? Estáis triste. ¿A que sin saberlo estáis enamorado de la señorita de Danglars?

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora