Capítulo 4: La casa de Auteuil

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Al bajar la escalera, Montecristo había observado que Bertuccio se había persignado a la manera de los corsos, es decir, cortando el aire en forma de cruz con el pulgar, y que al tomar asiento en el carruaje había murmurado una breve oración.

Cualquier otro que fuera un hombre curioso hubiese tenido compasión de la singular repugnancia manifestada por el digno intendente para el paseo premeditado extramuros por el conde, pero según parece, éste era demasiado curioso para poder dispensar a Bertuccio de tal viaje.

En veinte minutos estuvieron en Auteuil. La emoción del mayordomo iba en aumento. Al entrar en el pueblo, Bertuccio, arrimado a un rincón del coche, comenzó a examinar con una emoción febril todas las casas por delante de las cuales pasaban.

—Pararéis en la calle de La Fontaine, número 28 —dijo el conde, fijando despiadadamente su mirada sobre el mayordomo, al cual daba esta orden.

La frente de Bertuccio estaba bañada en sudor, y sin embargo obedeció a inclinándose fuera del carruaje, gritó al cochero: —Calle de La Fontaine, número 28.

Este número 28 estaba situado en un extremo del pueblo. Durante el viaje había ido oscureciendo, como si se hiciera de noche, o más bien una nube negra, cargada de electricidad, daba a estas tinieblas la apariencia y solemnidad de un episodio dramático.

El carruaje se detuvo, y el lacayo se precipitó a la portezuela para abrirla.

—Y bien —dijo el conde—, ¿no os apeáis, señor Bertuccio? ¿Os quedáis dentro? ¿En qué diablos pensáis hoy?

Bertuccio se precipitó por la portezuela, y presentó su hombro al conde, quien se apoyó esta vez y bajó uno a uno los tres escalones del estribo.

—Id a llamar —dijo el conde—, y anunciadme.

Bertuccio llamó, la puerta se abrió y apareció el portero.

—¿Quién es? —preguntó.

—Es vuestro nuevo amo —y presentó al portero el billete de reconocimiento, entregado por el notario.

—¿Luego se ha vendido la casa? —preguntó el portero—, ¿y es este caballero quien viene a habitarla?

—Sí, amigo mío —dijo el conde—, y procuraré hacer todo lo posible por que quedéis contento de vuestro nuevo amo.

—¡Oh!, caballero —dijo el portero—; al otro propietario le veíamos rara vez. Hace más de cinco años que no ha venido, y bien ha hecho en vender una casa que no le servía de nada.

—¿Y cómo se llamaba vuestro antiguo amo? —preguntó MonteCristo.

—¡El señor marqués de Saint-Meran! —respondió el portero.

—¡El marqués de Saint-Meran! —repitió Montecristo—. Me parece que este nombre no me es desconocido —dijo el conde—. El marqués de Saint-Meran...

Y pareció reunir sus ideas.

—Un miembro de la antigua nobleza —continuó el conserje—. Un fiel servidor de los Borbones; tenía una hija única que casó con el señor de Villefort, que ha sido procurador del rey en Nimes y después en Versalles.

Montecristo dirigió una mirada a Bertuccio, al que encontró más lívido que la pared contra la cual se apoyaba para no caer.

—¿Y ese señor no ha muerto? —preguntó Montecristo—, me parece haberlo oído decir.

—Sí, señor, hace veintiún años, y desde este tiempo no hemos vuelto a ver ni tres veces al pobre marqués.

—Gracias, muchas gracias —dijo Montecristo, juzgando por la postración del mayordomo que ya no podía tirar de aquella cuerda sin temor de romperla—. Dadme una luz.

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora