QUINTA PARTE: LA MANO DE DIOS Capítulo 1: La acusación

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El señor d'Avrigny hizo que el magistrado, que parecía cadáver, recobrara en seguida el conocimiento.

—¡Ah! ¡La muerte se ha apoderado de mi casa! —dijo el señor de Villefort.

—Decid más bien el crimen —respondió el doctor.

—¡Señor d'Avrigny! —gritó Villefort—, no puedo expresar lo que pasa por mí en este instante, no sé si es miedo, pesar o locura.

—Sí, lo creo —respondió d'Avrigny con calma—, pero me parece que es tiempo de obrar, es tiempo de que opongamos un dique a ese torrente de mortalidad. En cuanto a mí, me siento incapaz de guardar por más tiempo este secreto, si no es con la esperanza de vengar muy pronto a la sociedad y a las víctimas.

Villefort lanzó en derredor suyo una mirada sombría y murmuró:

—En mi casa —murmuró—, en mi casa.

—Vamos, magistrado —dijo d'Avrigny—, sed hombre. Intérprete de la ley, honraos a vos mismo por medio de una inmolación completa.

—¡Me hacéis estremecer, doctor! ¿Una inmolación?

—Ya lo he dicho.

—¿Sospecháis, pues, que alguien...?

—No sospecho de nadie. La muerte llama a vuestra puerta y va, no ciega, sino inteligente, de cuarto en cuarto, escogiendo sus víctimas. Y bien, sigo sus pasos, adopto la prudencia de los antiguos. Busco por todas partes, porque mi cariño para vos y el respeto a vuestra familia es una doble venda que cubre mis ojos...

—¡Oh!, hablad, hablad, doctor, tendré valor...

—Pues bien, señor, tenéis en vuestra casa, tal vez en el seno de vuestra familia, uno de esos fenómenos espantosos que aparecen una vez cada siglo. Locusta y Agripina, viviendo al mismo tiempo, son una excepción, que prueba el furor con que la Providencia quiso perder de una vez al Imperio romano, manchado con tantos crímenes. Brunequilda y Fredegunda son los resultados del trabajo de una civilización complicada, en la que el hombre aprende a dominar al espíritu por medio del enviado de las tinieblas. Todas estas mujeres habían sido o eran aún hermosas. En su frente había florecido o florecía aún aquella inocencia que se percibe también en la culpable que tenéis en vuestra casa.

Villefort lanzó un agudo grito, juntó sus manos y miró al doctor con ademán suplicante. Este prosiguió:

—Indaga a quién aprovecha el crimen, dice un axioma de jurisprudencia.

—¡Doctor! ¡Desdichado doctor! —exclamó Villefort—. ¡Cuántas veces la justicia de los hombres se ha equivocado debido a esas funestas palabras! Lo ignoro, pero creo que este crimen...

—¡Ah! ¿Confesáis que el crimen existe?

—Sí. Lo reconozco, es preciso. Pero dejadme continuar. Me parece que este crimen recae sobre mí y no sobre las víctimas. Sospecho algún desastre para mí en medio de todo esto.

—¡Oh, hombre! —murmuró d'Avrigny—, el más egoísta de todos los animales, la más personal de todas las criaturas, que crees siempre que la tierra se mueve, que el sol brilla y que la muerte siega solamente para ti. Hormiga maldiciendo a Dios desde el tallo de una hierbecilla. Y los que han perdido la vida, ¿nada perdieron? El señor y la señora de Saint-Merán, el señor Noirtier...

—¿Cómo el señor Noirtier?

—Sí. ¿Creéis por ventura que fue al desgraciado criado al que quisieron envenenar? No, no; como el Polonio de Shakespeare, ha muerto por otro. El señor Noirtier debía beber la limonada y la bebió según el orden lógico de las cosas. El otro sólo la tomó por casualidad y aunque Barrois es el muerto, el señor Noirtier era el que debía morir.

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora