Capítulo 21: La isla de Tiboulen

4.2K 158 10
                                    

Aunque aturdido y sofocado, tuvo Dantés sin embargo suficiente Presencia de ánimo pare contener su respiración, y como llevaba de antemano preparada a todo evento su mano derecha, según dijimos, y empuñado el cuchillo, rasgó de un solo come el saco, con lo cual Pudo sacar el brazo y la cabeza, pero a pesar de todos sus esfuerzos para levantar la bala, se sintió más y más agarrotado. Entonces se agachó hasta la cuerda que ataba sus piernas, y con un esfuerzo supremo Pudo cortarla cuando ya le iba faltando la respiración. Hizo en seguida un hincapié vigoroso, y subió desembarazado a la superficie del mar, mientras la bala hundía en sus profundos abismos aquella tela grosera que, a poco más, se convierte en su mortaja.

No estuvo en la superficie más que el tiempo necesario, pues volvió a zambullirse acto continuo, porque la primera precaución que debía de tomar era que no le viesen.

Cuando apareció sobre el agua la segunda vez, hallábase lo menos a cincuenta pasos del sitio en que cayera. Sobre su cabeza veía un cielo tempestuoso y negro, en que el aire hacía rodar nubes ligeras, descubriendo tal vez un pedazo azul en que brillaba una estrella. Ante sus ojos se extendía el mar sombrío y rugiente, cuyas olas comenzaban a hervir como al principio de una tempestad, y a su espalda, más negro que el cielo y que el mar, destacábase como un fantasma amenazador el gigante de granito cuya lúgubre cúpula parecía un brazo extendido para recobrar su presa. En la roca más alta se veía brillar un farol alumbrando a dos sombras. A Edmundo le pareció que estas dos sombras se inclinaban hacia el mar, examinándolo con inquietud. En efecto, aquellos enterradores de nueva especie debieron de oír el grito que exhaló al atravesar el espacio.

Zambullóse Dantés de nuevo, y nadando entre dos aguas anduvo bastante trecho. Esta maniobra le había sido muy familiar en otro tiempo, y atraía a su alrededor en la ensenada del Faro a muchos admiradores que le proclamaban el más hábil nadador de Marsella.

Cuando volvió a salir a flor de agua, la linterna había desaparecido. Lo que importaba entonces era orientarse. De todas las islas que rodean el castillo de If, Pomegue y Ratonneau son las más cercanas, pero Pomegue y Ratonneau están habitadas, así como la islilla de Daume. Las que ofrecían más seguridades a Edmundo eran la isla de Tiboulen o la de Lemaire. Ambas están a una legua del castillo de If. Dantés resolvió dirigirse a una de las primeras islas, pero ¿cómo encontrarla en medio de la oscuridad que le rodeaba? En aquel momento vio brillar como una estrella el faro de Planier. Dirigiéndose en derechura al faro, dejaba un tanto a la izquierda la isla de Tiboulen, y torciendo aún más hacia aquel lado, debía de hallar a Tiboulen en su camino. Pero ya hemos advertido que desde el castillo de If a esta isla hay una legua a lo menos.

Faria solía repetir al joven en su prisión:

-Dantés, no os entreguéis de ese modo a la molicie. Si no ejercitáis las fuerzas, os ahogaréis el día que queráis escaparos.

Estas palabras zumbaron en los oídos de Dantés, cuando cortaba por el fondo las saladas olas, y se dio prisa a salir a flor de agua para convencerse de que no había perdido sus fuerzas. Efectivamente, lleno de júbilo vio que su forzosa inacción nada le había quitado de vigor ni de agilidad, y que era todavía señor del elemento con que había jugado siendo niño. El miedo, por otra parte, ese rápido perseguidor, doblaba sus bríos; agazapado en la cúspide de las olas, poníase a escuchar por si llegaba a sus oídos algún rumor.

Cada vez que en brazos de una ola se levantaba a los cielos, con una mirada rápida abarcaba todo el horizonte visible, tratando de penetrar en las densas tinieblas. Cada ola que fuese un poco más elevada que las demás parecíale un barco que le perseguía, y redoblaba sus esfuerzos, que aunque le alejasen sin duda del castillo iban a agotar muy pronto sus fuerzas.

Seguía, pues, nadando, y ya el terrible castillo se quedaba confundido entre los vapores nocturnos. No lo distinguía ya, pero lo sentía. De este modo transcurrió una hora, hora en que Dantés, exaltado por el sentimiento de libertad que tan completa y vertiginosamente le dominaba, siguió hendiendo las olas en la dirección que se trazara.

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora