Capítulo 12: Apariciones

7.2K 139 4
                                    

Franz encontró un término medio para que Alberto llegase al Coliseo sin pasar por delante de ninguna ruina antigua, y por consiguiente sin que las preparaciones graduales quitasen al Coliseo un solo ápice de sus gigantescas proporciones. Este término medio consistía en seguir la Vía Sixtina, cortar el ángulo derecho delante de Santa María la Mayor, y llegar por la Vía Urbana y San Pietro-in-Vincoli hasta la Vía del Coliseo.

Ofrecía otra ventaja este itinerario: la de no distraer en nada a Franz de la impresión producida en él por la historia que había contado Pastrini, en la cual se hallaba mezclado su misterioso anfitrión de Montecristo. Así, pues, había vuelto a aquellos mil interrogatorios interminables que se había hecho a sí mismo, y de los cuales ni uno siquiera le había dado una respuesta satisfactoria. Por otra parte, había otra cosa aún que le había recordado a su amigo Simbad el Marino: eran aquellas misteriosas relaciones entre los bandidos y los marineros. Lo que dijera Pastrini del refugio que encontraba Vampa en las barcas de los pescadores contrabandistas, recordaba a Franz aquellos dos bandidos corsos que había hallado cenando con la tripulación del pequeño yate que había virado de rumbo y había abordado en Porto-Vecchio, con el único fin de desembarcarlos.

El nombre con que se hacía llamar su anfitrión de MonteCristo, pronunciado por su huésped de la fonda de Londres, le probaba que representaba el mismo papel filantrópico en las costas de Piombino, de Civita-Vecchia, de Ostia y de Gaeta, que en las de Córcega, Toscana, España y aun en las de Túnez y Palermo, lo cual era una prueba de que abrazaba un círculo bastante extenso de relaciones. Sin embargo, por muy fijas que estuviesen en la imaginación del joven todas aquellas reflexiones, por más preocupado que le tuviesen, desvaneciéronse repentinamente cuando vio elevarse ante sí el sombrío y gigantesco espectro del Coliseo, a través de cuyas puntas y aberturas la luna proyectaba aquellos pálidos y prolongados rayos que arrojan los ojos de los fantasmas.

Detúvose el carruaje a algunos pasos de la Meta Sudans. El cochero fue a abrir la portezuela, los dos jóvenes bajaron del carruaje y se encontraron enfrente de un cicerone que parecía haber salido de la tierra. Como también les había seguido el de la fonda, resultó que tenían dos. Es totalmente imposible evitar en Roma este lujo de guías; además del cicerone general que se apodera de uno en el mismo instante en que se ponen los pies en el dintel de la puerta de la fonda, y que no os abandona hasta el día en que se ponen los pies fuera de la ciudad, hay aún un cicerone especial en cada monumento. Júzguese si no se debe ir acompañado de un cicerone en el Coliseo, o sea, en el monumento por excelencia, que obligó a decir a Marcial: «Cese Menfis de ponderarnos los estrepitosos milagros de sus pirámides, que no se canten más las maravillas de Babilonia, todo debe ceder ante el inmenso trabajo del anfiteatro de los Césares, y todas las voces de la fama deben reunirse para ponderar este monumento.»

Franz y Alberto no trataron de sustraerse a la tiranía cicerónica, y a más esto sería tanto más difícil cuanto que sólo los guías tienen derecho a recorrer el monumento con antorchas. No hicieron, pues, ninguna resistencia, y se entregaron a los guías para que los condujesen. Franz conocía este paseo por haberlo hecho diez veces; pero como su compañero, más novicio, ponía el pie por primera vez en el monumento de Flavio Vespasiano, debo confesarlo en alabanza suya, a pesar de la ignara charlatanería de sus guías, estaba fuertemente impresionado.

En efecto, no se puede formar una idea, cuando no se ha visto, de la majestad de semejante ruina, cuyas proporciones están aumentadas más y más por la misteriosa claridad de la luna meridional cuyos rayos se asemejan a un crepúsculo de Occidente. Así pues, apenas, pensativo y cabizbajo, Franz hubo andado cien pasos bajo los pórticos interiores, que abandonando a Alberto y a sus guías, que no querían renunciar al imprescriptible derecho de hacerle ver detalladamente la Fosa de los Leones, la mansión de los Gladiadores, el Podium de los Césares, se dirigió hacia una escalera medio en ruinas, y haciéndoles continuar en simétrico camino, fue a sentarse a la sombra de una columna enfrente de una abertura que le permitía abrazar al gigante de granito en toda su majestuosa extensión.

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora